Rumbo a los cien años de Asimov [13]: Las historietas.

En los años veinte y treinta no había televisión y prácticamente no había historietas. Estaba la radio, y programas del tipo Amos ‘n’Andy, fueron, durante una época, auténticas obsesiones nacionales. Sin embargo, en conjunto, los apasionados por la comida basura para la mente se alimentaban de «folletines/historietas[1]» de todo tipo de géneros.

Estaban hechos con pastas de papel baratas que no duraban mucho, amarilleaban y se deshacían con rapidez. Sus cantos y su superficie eran ásperos, en comparación con los de las «revistas satinadas» cuya superficie era suave, el papel mejor y que, en mi opinión, eran mejor alimento para la mente.

Las historietas aparecían una vez al mes, en algunos casos dos y casi nunca eran semanales. Al principio eran obras eclécticas que ofrecían novelas melodramáticas de muchos tipos, pero con el tiempo resultó que la gente prefería los géneros especializados.

El lector quería historias de detectives, de amor, del oeste, de guerra, de deportes, de terror, de la selva, o de cualquier otro tipo que a menudo excluía a todos las demás. Por tanto, compraba revistas dedicadas exclusivamente al género que quería. Quizá los que tuvieron más éxito fueron las revistas de los superhéroes. Estaba, por supuesto, el héroe más grande de todos, la Sombra[2] que, dos veces al mes frustraba a los malvados con su risa extraña y su habilidad para moverse como un fantasma. Estaba Doc Savage, el hombre de bronce, y sus cinco ayudantes, a veces muy graciosos. Estaban también el Hombre araña, el Agente secreto X y Operador 5; y G-8 y sus Ases luchadores, que derrotaban sin ayuda, un mes tras otro, a la Alemania del káiser y frustraban las terribles maquinaciones científicas del sabio alemán Herr Doctor Krueger.

De estas novelas era de lo que mi padre trataba de salvarme cuando me sacó el carné de la biblioteca, y en principio tenía razón, porque no podía saber el uso que yo haría de (no, no voy a llamarle basura de nuevo, porque le debo demasiado) estos garabatos de bajo nivel cultural. Pero en cuanto empecé a trabajar en la tienda, fue difícil mantenerme alejado de estas historietas y cada vez protestaba más cuando pedía permiso para leerlos. Sostenía que mi padre leía la Sombra constantemente. Mi padre replicaba que estaba intentado leer inglés y que yo ya sabía bastante y podía hacer cosas mejores. Tenía razón, pero yo insistí en mis peticiones y mi padre finalmente se rindió, así que añadí las historietas a las lecturas de la biblioteca.

Estas historietas que me proporcionó la tienda fueron lo que más aprecié, mucho más que cualquier otra cosa; lo que me reconcilió con el trabajo, con las horas perdidas y con todo lo que pudiera parecer pesado; lo que me identificó con un modo de vida, incluso después de que la tienda hubiera desaparecido. Si no hubiese estado en la tienda, probablemente no me podría haber permitido comprar estas revistas. De hecho, las leí todas, esforzándome por devolverlas intactas a las estanterías para que pudieran venderlas.

A los dieciséis años ya estaba listo para empezar mi carrera de escritor, había leído con la misma voracidad los «libros buenos» de la biblioteca y el «material de poca calidad» de las historietas. ¿Qué fue lo que más influyó en mi profesión de escritor? Lo siento, fueron los últimos.

Quería escribir para las historietas, o para un determinado tipo de ellos (ya llegaré a eso) y por tanto trataba de imitar el estilo de esas historias. En mi inocencia, pensaba que esa era la forma de escribir. Por consiguiente, mis primeras obras fueron realmente relacionadas al género. Estaban llenas de adjetivos y adverbios. Los personajes «gruñían» en vez de «hablar». Había mucha acción, los diálogos eran afectados y carecían de caracterización. (no creo siquiera que supiera lo que significaba esta palabra).

Lo extraño es que mis primeros relatos, o al menos algunos de ellos, fueron publicados. Lo achaco a dos cosas. Primera, estas revistas devoraban el material con tanta velocidad que los niveles de calidad tenían que ser muy bajos o si no, no podían publicar. Eran lo bastante bajos como para incluirme a mí.

Segunda, el género concreto de ese tipo de historietas que me interesaba como escritor era el menos difundido y más solicitado y en el que, en definitiva, tenía más probabilidades de introducirme. Da la casualidad de que con el tiempo han subido mucho los niveles de calidad literaria de mi medio en concreto, y soy muy consciente (como digo con frecuencia) de que si empezara ahora siendo un adolescente, dotado con el talento que tenía en esa época, probablemente no podría introducirme en el género.

Es muy importante estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Resulta evidente que no seguí siendo parte de ese género. Mi forma de escribir mejoró con el tiempo y ese estilo fue desapareciendo, aunque no del todo. Sospecho que una mirada atenta a mi obra podría detectar, incluso en la actualidad, estos antecedentes.

Ya lo lamento, pero lo hago lo mejor que puedo. Debo puntualizar ciertos detalles acerca de las historietas, ahora que estoy en ello. Se popularizaron en los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en aquella época el racismo y los estereotipos raciales se hallaban profundamente arraigados en la sociedad estadounidense. Hasta la Segunda Guerra Mundial y la lucha contra el racismo de Adolf Hitler, los norteamericanos no consideraron poco elegante expresar opiniones racistas.

Con esto no quiero decir que el racismo desapareciera después de la Segunda Guerra Mundial, sino que el ejemplo de Hitler acabó con su respetabilidad, excepto para los trogloditas que siempre quedan entre nosotros. La gente sigue sintiéndose racista en algunos aspectos, pero procuran no decirlo y, si son buenas personas (y la mayoría lo son), tratan de combatirlo en su interior.

Las historietas anteriores a la guerra eran abiertamente racistas, y era un hecho aceptado por todo el mundo. Incluso los escogidos como víctimas lo aceptaban. Había muy poca militancia entre las minorías, muy poca agresividad. Así que los héroes de esta literatura eran siempre buenos americanos originarios de la Europa noroccidental.

Por lo que respecta a los demás, caso de que se los mencionara, los italianos eran organilleros mugrientos, los rusos, místicos soñadores, los griegos, gente informal de piel aceitunada, los judíos, personajes cómicos cuando se mostraban ávidos de dinero, los afroamericanos, tipos que, además de cómicos cuando el argumento lo requería, también eran cobardes o asesinos. Los chinos eran astutos y crueles (era la época en que el doctor Fu Manchú era un villano aceptado sin reservas). Todos, menos los europeos noroccidentales, hablaban con acentos cerrados que no se escuchaban en la vida real. (Si vamos a eso, las películas de la época no eran mejores, y muchas, si se vieran en la actualidad, resultarían terriblemente vergonzosas para los espectadores cultos).

Incluso yo lo aceptaba todo. Sin embargo, cuando me llegó el momento de escribir, no importa lo mucho que tuviera del género de la historieta mis relatos, siempre evité los estereotipos. Me lo debía a mí mismo. Pero todos mis personajes tenían nombres como Gregory Powell, Mike Donovan[3] y otros parecidos. Hasta más tarde no empecé a permitirme utilizar nombres étnicos. Los folletines tenían otra característica bastante curiosa. Aunque las mujeres eran siempre amenazadas por los malos, la naturaleza de la amenaza nunca se indicaba explícitamente. Era una época de gran represión sexual y en las «revistas familiares» sólo se podía hablar muy de lejos de los actos y amenazas sexuales. Por supuesto, a nadie le preocupaba que hubiera una exhibición constante de violencia y sadismo; eso se consideraba adecuado para toda la familia, pero no el sexo.

Dicha característica reducía a las mujeres a maniquíes que nunca participaban de forma activa en e argumento. Estaban allí para ser (anónimamente) amenazadas, capturadas, atadas, hechas prisioneras y, por supuesto, rescatadas ilesas. Las mujeres estaban sólo para que los malos fueran peores y los héroes más heroicos. Y cuando eran rescatadas, su papel era completamente pasivo: consistía fundamentalmente en gritar. No puedo recordar (aunque estoy seguro de que habrá algún caso excepcional) a ninguna mujer tratando de participar en la pelea y ayudar al héroe, ni cogiendo un palo o una piedra e intentando dar un golpe al malo. No, eran como esas ciervas que siguen paciendo despreocupadamente mientras esperan que los machos dejen de pelear para saber a qué harén pertenecerán ellas.

Dadas esas circunstancias, a todo macho vigoroso que leyera estos relatos (como yo) le exasperaba la aparición de personajes femeninos. Sabiendo de antemano que no iban a ser más que obstáculos, yo hubiera querido eliminarlas. Recuerdo haber escrito cartas a las revistas quejándome de los personajes femeninos, lamentándome de su mera presencia.

Esta fue una de las razones (aunque no la única) de que en mis primeras obras no hubiera mujeres. En la mayoría de las ocasiones las dejaba fuera. Era un error, por supuesto, y otro indicio de mis orígenes de la historieta.


[1] Tanto folletines, revistas o cómics son malas traducciones. La referencia que hace Asimov es para el famoso «pulp». Una encuadernación rústica de historias que duró hasta los años 50’s. No se consideraban historietas como tal, ya que diferían por su extensión a tamaño novela y/o libro convencional.

[2] La Sombra es un famoso súper héroe que se puso de moda en la década de los 30’s. Tenía el poder de la umbraquinesis (manipular sombras con la mente) y se volvió todavía más famoso cuando Orson Welles le dio la voz en su programa de radio.

[3] Powell y Donovan son los dos ingenieros más famosos del mundo de la Fundación. Antes del inicio de la Fundación existieron dichos personajes, apareciendo en obras como Yo, Robot; y los amigos de la fundación.


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