
El factor dominante de mi vida entre los seis y los veintidós años fue la tienda de mi padre. Tenía muchos aspectos positivos. Mi padre era su propio jefe y no podían despedirle. Esto fue primordial una vez que empezó la Gran Depresión con el hundimiento de la bolsa en 1929. Con millones de parados, sin seguro de desempleo ni asistencia social, con la sensación de que lo único que la sociedad podía hacer por los desafortunados era darles de vez en cuando diez centavos para que tomaran un café («Hermano, ¿te sobran diez centavos?»), no había más remedio que ponerse en una esquina con un abrigo raído y vender manzanas, escarbar en los cubos de basura o morir de hambre.
Nadie puede haber vivido en la Gran Depresión sin que le haya dejado secuelas. En Estados Unidos, al menos, su devastación fue mayor que la de la Segunda Guerra Mundial (si nos olvidamos de las víctimas militares, lo que es, por supuesto, difícil de hacer). Ningún «hijo de la depresión» podrá ser nunca un yuppie[1]. Nada que haya ocurrido después puede convencer a alguien que la haya vivido de que el mundo está económicamente a salvo. Siempre se espera que los bancos cierren, que las fábricas quiebren, que llegue la carta de despido.
La familia Asimov escapó. Por poco. Éramos pobres teníamos lo suficiente para poder comer y pagar el alquiler. Nunca estuvimos amenazados por el hambre o el desahucio. ¿Y por qué? La tienda de mi padre. Producía lo suficiente para mantenernos. Sólo lo mínimo, pero en la Gran Depresión incluso lo mínimo era el paraíso.
Pagamos un precio, por supuesto. Todo tiene un precio. Hacer que funcionara la tienda requería todo el tiempo de mi padre y de mi madre (aunque ella se las arreglaba para mantener la casa más o menos en orden y para preparar la comida). Esto quiere decir que a partir de los seis años me quedé sin la posibilidad de tener unos padres tradicionales: una madre que se quedaba en casa, que pasaba horas en la cocina, que estaba disponible si se la necesitaba para esto o aquello, y un padre que aparecía al terminar el trabajo y que hacía cosas contigo los fines de semana.
Por otra parte, siempre sabía dónde estaban. Estaban en la tienda y siempre podía encontrarlos. Esto, supongo, me proporcionaba seguridad. Cuando tenía nueve años y mi madre se quedó embarazada de nuevo, tuve que trabajar. Mi padre no tuvo elección. Y, una vez en la tienda, no la dejé hasta que me fui de casa y me sustituyó mi hermano, que después de todo había sido la causa de mi esclavitud. (No es que yo creyera que era una esclavitud, como explicaré más adelante).
Lo que resultaba realmente extraordinario de la tienda era la cantidad de horas que estaba abierta. Mi padre la abría a las seis de la mañana, lloviera, saliera el sol o nevara, y la cerraba a la una de la madrugada. Dormía sólo cuatro o cinco horas por la noche. Recuperaba el sueño durmiendo todos los días una siesta de dos horas después de comer. Esto era todos los días, incluidos sábados, domingos y festivos. Cuando abríamos una nueva tienda (tuvimos unas cinco, una tras otra) en un vecindario judío cerrábamos en las fiestas judías más importantes, para procurar no herir sus sentimientos, pero casi siempre estuvimos en vecindarios no judíos y entonces no lo hacíamos. En realidad, las pocas veces que se cerró, recuerdo que me sentí muy incómodo por ello, como si fuera un fenómeno sobrenatural.
Me sentía aliviado cuando se volvía a abrir la tienda y nuestra vida recobraba la normalidad. ¿Cómo me afectó el pasar tantas horas allí? Por el lado negativo, mi tiempo libre se redujo casi por completo. Cualquier esperanza de hacer vida social se desvaneció, incluso durante mi adolescencia, y en la época en que debería haber descubierto a las mujeres sólo pude hacerlo desde lejos. En la escuela nunca pude participar en las actividades extraescolares ni hacerme miembro de alguno de los clubs o equipos vespertinos, porque tenía que volver a casa y estar en la tienda. Esto perjudicó mi expediente. En el instituto nunca estuve en el cuadro de honor porque no participaba en esas actividades, pero nunca intenté utilizar como excusa mi situación familiar. Hubiese parecido como si me quejara de mis padres, y no quería hacerlo. Y no me arrepiento.
Tendría que haber sido mucho menos inteligente de lo que era para no darme cuenta de que la tienda era lo que se interponía entre nosotros y el desastre. También tendría que haber sido un ser humano mucho peor de lo que creo ser para haber sido capaz de ver lo duro que trabajaban mis padres sin echarles una mano.
Pero es más que eso, me he mantenido el horario de la tienda de caramelos toda mi vida. Me despierto a las cinco de la mañana. Me pongo a trabajar tan pronto y tanto como puedo. Hago esto todos los días de la semana, incluidos los festivos. No tomo vacaciones por voluntad propia y trato de trabajar incluso cuando estoy de vacaciones (también incluso cuando estoy en el hospital) En otras palabras, sigo estando siempre en la tienda de mis padres. Por supuesto que no estoy esperando a los clientes, no recibo dinero ni doy las vueltas; no estoy obligado a ser cortés con todo el que entra (en realidad nunca lo fui del todo). En vez de eso, hago cosas que me gustan mucho, pero el horario está ahí; el horario que creció dentro de mí y contra el que quizás usted creyera que me iba a rebelar en cuanto tuviera la oportunidad.
Sólo puedo decir que la tienda ofrecía ciertas ventajas que no tenían nada que ver con la mera supervivencia, sino más bien con la felicidad desbordante, y esto estaba tan relacionado con las largas horas que pasé allí como para recordarlo con agrado el resto de mi vida…
[1] Yuppie no tiene traducción directa al español, es parte del «slang» que entró en el idioma inglés debido a la crisis económica de los 90’s y sirve como acrónimo (Young Urban Professional) para hacer referencia a una persona perteneciente a la clase media/alta. La traducción más «mexicana» que se le podría dar es «Godínez».
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