Lyon Sprague de Camp nació en 1907, el mismo año en que vio la luz Robert Heinlein. Es alto y guapo, se mantiene erguido y tiene una preciosa voz de barítono (aunque es incapaz de cantar una sola nota). Cuando le vi por primera vez llevaba un cuidado bigote y en los años posteriores le añadió una barba perfectamente recortada. Hay algo muy británico en su apariencia.
De toda la gente que conozco es el que menos ha cambiado de aspecto. Le conocí cuando tenía treinta y dos años. En la actualidad, cincuenta años después, se le reconoce enseguida con facilidad: un poco menos de pelo, la barba un poco más gris, pero el mismo L. S. de Camp. Otros han cambiado tanto que si los pusiera junto a una foto suya de cuando eran jóvenes, no parecerían los mismos.
Parece formidable y reservado, pero él no es así. Es (aunque parezca increíble) tímido. Yo creo que por ese motivo nos llevamos tan bien, porque en mi presencia nadie puede ser tímido; no lo permito. Conmigo, se puede relajar. De cualquier manera, siento por él un profundo afecto. Desde el principio, cuando nos conocimos en la oficina de Campbell en 1939 y yo era un principiante de diecinueve años y él ya era un escritor consagrado, me trató con respeto y se ganó mi corazón. Y desde entonces siempre nos hemos mantenido en contacto aunque estuviéramos en ciudades diferentes.
Siempre he sentido demasiado temor y respeto como para llamar a John Campbell por su nombre de pila, y he sido lo bastante distante con Heinlein como para hacerlo con él. Pero De Camp, para mí, es, ha sido y siempre será «Sprague». Lleva casado con su mujer, Catherine, más de cincuenta años (cuando lo conocí estaba recién casado). Esta nació el mismo año que él y ha conservado exactamente su buen aspecto de siempre. De apariencia eternamente joven, ambos llevan una vida muy ocupada escribiendo y viajando.
Sprague tuvo problemas para ganarse la vida durante la Depresión (¿no los tuvimos todos?) y en 1937 se dedicó a la literatura de ciencia ficción. Su primer relato, The Isolinguals, apareció en septiembre de 1937 en ASF. Esto era en los días anteriores a Campbell, y cuando este asumió el liderazgo, introdujo tales cambios en el género que muchos autores, muy conocidos antes de Campbell, no fueron capaces de realizar la transición y se quedaron en la cuneta. (Fue como la carnicería que se produjo entre las estrellas del cine mudo cuando llegaron las películas sonoras). No obstante, Sprague aguantó sin dificultad.
Es uno de esos escritores de ciencia ficción que domina la ficción y la no ficción con igual facilidad. Ha escrito muchos libros sobre aspectos poco importantes de la ciencia y siempre ha mantenido la lógica más estricta al hacerlo. También ha escrito obras estupendas de fantasía y novelas históricas excelentes.
Heinlein, Sprague y yo estuvimos juntos en la Naval Air Experimental Station durante la Segunda Guerra Mundial. Al empezar, éramos todos civiles. A Heinlein no se le permitió alcanzar rango de oficial y yo me negué en redondo a llevar galones. Pero Sprague lo intentó y pronto llegó a ser teniente de navío. Antes de que terminara la guerra había ascendido a capitán de corbeta, aunque sus obligaciones le mantuvieron detrás de una mesa en la NAES.
Ahora voy a repetir una historia que ya he contado antes: Por razones de seguridad, todos teníamos que llevar tarjetas de identificación cuando entrábamos en el área de la NAES. Si nos la olvidábamos, nos trataban con cierto desprecio, nos daban una tarjeta temporal y nos descontaban una hora de paga. En nuestros primeros días allí, Sprague y yo íbamos a menudo a trabajar juntos, y una vez, cuando llegamos los dos a la puerta, se tocó la solapa de la chaqueta y dijo:
—¡He olvidado mi tarjeta!
Para él esto era importante, ya que un incidente de este tipo en su historial podría entorpecer sus aspiraciones de convertirse en un oficial. Así que me quité mi tarjeta y le dije:
—Sprague, coge esta y póntela. Nadie la va a mirar y podrás pasar. Me la devuelves al salir de trabajar.
—Pero ¿qué vas a hacer tú? —me preguntó.
—Me ganaré una bronca, pero estoy acostumbrado.
—Vale más tener un buen corazón que una medalla —murmuró Sprague con voz ronca.
Desde entonces, Sprague nunca ha dejado de cantar mis alabanzas, de palabra y por escrito, aunque afirma que no recuerda el incidente. Me gusta pensar que mi gesto estuvo motivado por mi cariño sincero con Sprague, pero si fuera un auténtico cínico con el don de la previsión, podría haberlo considerado como una buena inversión.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Sprague se quedó en Filadelfia y yo volví a Nueva York. Asistí a la celebración de su ochenta cumpleaños el 27 de noviembre de 1987. En 1989, Sprague y Catherine se trasladaron a Tejas para disfrutar de un clima más templado y para estar más cerca de sus dos hijos, Lyman y Gerard. No importa. Hablamos por teléfono ayer por la noche.
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