Cyril M. Kornbluth era el más joven de los Futurianos y, en algunos aspectos, el más brillante e irregular. Nació en 1923, y cuando le conocí no tenía más que quince años. Era bajo y gordinflón, con el pelo castaño y rizado y tenía una manera de hablar cortante, así que no resultaba una persona muy agradable.
Era más inteligente que yo y pienso que parecía mucho más prometedor, pero, como en el caso de Fred Pohl, sus estudios se habían interrumpido por alguna razón que nunca descubrí. Podría haber envidiado su brillantez pero evidentemente él no era feliz. Desconozco la razón, pero sospecho que era porque estaba rodeado de gente que le apreciaba muy poco aunque eran mucho menos inteligentes que él.
Por otro lado, él no podía haberme catalogado en el grupo de los «menos inteligentes» y, sin embargo, me embargaba la sensación de que yo no le gustaba, por decirlo de una manera suave. No tenía pruebas directas de ello. Nunca me lo dijo con palabras pero me evitaba, nunca me hablaba y, de vez en cuando, se burlaba de mí.
Tendía a ser hosco y sarcástico con todo el mundo y puede que, al fin y al cabo, todo fuese debido a un exceso de susceptibilidad por mi parte. Tal vez mi buen humor ruidoso y constante lo ponía nervioso, pero no lo hacía para molestarle. Yo era tan alegre como él hosco.
En cierta ocasión en que canté una canción para tenor, «A Maiden Fair to See», de H.M.S. Pinafore, entoné la nota alta de la última línea sin dificultad y Cyril murmuró: «¡Demonios! ¡Ha llegado!», como si hubiera estado esperando que mi voz fallara para poder saborear mi turbación. Y otra vez, cuando estaba dando una charla en un encuentro sobre ciencia ficción, Cyril me interrumpía continuamente y de manera agresiva, así que me callé durante breves segundos para crear suspenso y asegurarme la atención, y después dije, alto y claro:
—Cyril Kornbluth. El pobre se parece a George O. Smith.
George O. Smith era otro escritor de ciencia ficción terriblemente aburrido. En cualquier reunión, hacía que todo el mundo perdiera el hilo, conferenciante y oyentes, con sus observaciones inútiles e incongruentes. Esa comparación desfavorable con George le detuvo. No hubo más interrupciones. Pero resultó que Cyril era un buen escritor y en sus obras hacía gala de un sentido del humor del que carecía en la vida real. Lo mejor eran sus relatos cortos, y el más famoso es The Marching Morons (Galaxy, abril de 1951). En él presenta un mundo formado en su mayor parte por imbéciles sin inteligencia que no se mezclan con las escasas personas inteligentes que mantienen el mundo en marcha. Estoy seguro de que Cyril pensó en una aplicación personal.
Colaboró con Fred Pohl en Gravy Planet y escribió varias novelas. Estoy convencido de que estaba a punto de abandonar la ciencia ficción para empezar a escribir novelas de argumento que le hubieran hecho muy famoso, cuando todo terminó. Padecía del corazón y el 21 de marzo de 1958, después de una sorpresiva tormenta, estuvo quitando nieve con una pala. Después corrió para coger el tren, sufrió un ataque al corazón en la estación y murió. Sólo tenía treinta y cinco años.
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