Rumbo a los cien años de Asimov [16]: La humillación.

Ya he explicado que siempre he creído ser un individuo maravilloso, incluso desde la infancia, y nunca he dudado de ello. ¿Necesito decir que esta convicción no era compartida por todos? No estoy hablando de la gente que conocía mis defectos, mi increíble elocuencia, mi presunción, mi abstracción o mi falta de ser políticamente correcto. Yo también admitía estos defectos y me esforzaba (con resultados mediocres) en corregirlos. Estoy hablando de quienes no pensaban que yo fuera notable desde el punto de vista intelectual o que tuviera algún talento especial (o ninguno en absoluto).

Me deslicé por los primeros seis años de enseñanza con bastante facilidad, sabiendo que ninguno de mis compañeros de clase podía alcanzarme. Pero esto terminó cuando entré en el instituto en 1932 y empecé en décimo grado.

Uno de los problemas fue que no iba al instituto de mi vecindario, el Thomas Jefferson High School. Quise ir al Boys High School, que estaba a bastante distancia, aunque por supuesto seguía siendo Brooklyn, el barrio en el que pasé toda mi juventud. En esa época el Boys High School era una escuela de elite y mi padre y yo pensamos que me resultaría más fácil ir a una buena universidad si me graduaba allí.

Pero eso significaba que dicho instituto reunía a los «niños más listos» de todo el barrio, y algunos eran más listos que yo, al menos en cuanto a notas altas se refería. Lo sospeché cuando intenté formar parte del club de matemáticas (Boys High School siempre ganaba las competiciones de matemáticas) creyendo que era un matemático de primera. Enseguida descubrí que los demás alumnos sabían cosas de las que yo nunca había oído hablar y me retiré muy confundido. Al poco tiempo, vi que bastantes alumnos obtenían mejores notas que yo en algunas asignaturas. Esto no me inquietó. Recuerdo que en la escuela anterior un chico ganó el premio de biología pero era muy malo en matemáticas, y otro ganó el de matemáticas pero era malísimo en biología, y yo fui subcampeón de las dos. Por desgracia, también descubrí que algunos alumnos terminaban con mejores promedios que yo, y que esos promedios no sólo eran más altos, sino más duraderos que los míos. Los promedios se exponían y yo sufría la irritación de ver mi nombre relegado al décimo o duodécimo lugar. (No era un deshonor, pero ya no era el «chico más listo»).

Fue tal la impresión que esto me causó que sigo recordando, más de medio siglo después, los nombres de tres estudiantes que sacaban mejores notas que yo. Esto es notable en alguien como yo, tan egocéntrico que no considera que merezca la pena recordar los nombres de los demás. Es obvio que ese asunto me afectó mucho. Nada de esto hizo que se tambalearan mis propias convicciones, pero en mi interior buscaba una explicación. Siempre lo hago y, en esa ocasión, no tenía elección. No podía acudir a nadie, desde luego a ningún profesor, y preguntar: «¿Por qué estos alumnos están sacando mejores notas que yo?» La respuesta obvia habría sido: «Porque son más listos que tú, Asimov, niño estúpido, y me alegro de que lo sean». Era una respuesta que no quería oír, y tampoco quería creer en ella. En vez de eso, llegaba a la conclusión de que esos chicos extraordinarios procedían de familias adineradas y bien establecidas, que habían crecido en un ambiente intelectual, tenían tiempo de sobra para estudiar y, en cierto modo, eran brillantes.

En cambio, yo seguía trabajando en la tienda de mis padres, así que mi tiempo para estudiar era limitado. Además, no me esforzaba de verdad en encontrar tiempo para estudiar. Tenía la obstinada idea de que no necesitaba hacerlo. Leía los libros de texto y escuchaba a los profesores, y ya estaba. El decirlo no lo convierte en una realidad y, si de verdad hubiese querido competir, si realmente hubiera sentido la necesidad de conseguir notas más altas, habría hecho un poco más, pero me negué. Decidí que no tenía que hacerlo porque no necesitaba notas extraordinarias para probarme a mí mismo que era notable. La satisfacción de ser como era no se vio afectada. Después de todo, no era sólo un estudiante, era un escritor.

Pero incluso en ese aspecto estaba condenado a sufrir una humillación en el instituto. En realidad, padecí el más duro golpe que mi ego haya sufrido nunca. En 1934, uno de los profesores de inglés, Max Newfield, que era el profesor asesor de la revista literaria semestral del instituto, decidió dar una clase especial de redacción para recopilar material para la revista. Rápidamente me apunté. Sólo tenía catorce años, y todos los demás dieciséis o diecisiete, pero yo era un escritor.

Fue un gran error. Nos pidió que escribiéramos un artículo, y el mío fue malísimo. Cuando Newfield pidió voluntarios para leer en voz alta, levanté la mano. Sólo había leído la cuarta parte cuando el profesor me interrumpió y utilizó una palabrota insultante para describir mi trabajo. Pero la clase no se sorprendió, se rieron de mí a carcajada limpia y me senté profundamente humillado y avergonzado. No obstante, seguí en la clase. Sabía cuál era el error que había cometido. Había intentado ser «literario» cuando no sabía cómo serlo. Nunca volvería a cometer el mismo error. (Y jamás lo he hecho; otros errores, tal vez, pero ese, no). Estaba decidido a mejorar.

Al fin, nos pidieron que escribiéramos algo en concreto para la revista semestral literaria. Lo intenté con gran ahínco. Escribí un artículo llamado Little brothers sobre el nuevo bebé que había llegado a nuestra casa cinco años antes. Intenté que fuera divertido. Newfield lo aceptó y lo publicaron; era la primera obra de verdad escrita por mí que se publicaba.

Traté de dar las gracias a Newfield, y esperaba que me dijera lo mucho que había mejorado, pero no fue así. Parece que, como estábamos en plena Gran Depresión, los artículos de todos los alumnos, terriblemente influenciados por la situación, parecían tragedias de Dostoievski. Sólo yo, salvado por la tienda de mi padre, escribí algo alegre. Newfield necesitaba un artículo así, y el mío era el único. Tuvo la poca elegancia y la crueldad innecesaria de decirme que esa era la única razón por la que lo había aceptado. Incluso añadió una nota editorial en la revista, en la que prácticamente se disculpaba por incluirlo. ¿Cómo sobreviví a todo esto?

Debo decir que sufrí una gran impresión y no puedo recordar qué argumentos utilicé para convencerme de que, a pesar de todo, era un buen escritor y triunfaría. Supongo que me limité a mantener mi buena opinión sobre mí mismo con terquedad y a odiar a Newfield. (Odio a muy poca gente, pero a él le odio.) Todos los que «triunfan» deben de tener una sensación parecida a «Si fulano lo supiera, se arrepentiría de haber dicho aquello». O «se arrepentiría de haberme rechazado». El mundo entero puede conocernos y aclamarnos, pero alguien de nuestro pasado, ya fuera de nuestro alcance para siempre, lo estropea todo. Es algo que permanece como un estigma, una mancha oscura, como un dolor que nunca será aliviado.

En mi caso se trata de Newfield. Supongo que murió antes de que me convirtiera en un escritor famoso de verdad, así que nunca supo lo que había hecho. No obstante, de vez en cuando, desearía tener una máquina del tiempo para volver a 1934 con alguno de mis libros y los artículos que se han escrito sobre mí y decirle «¿Qué te parece esto, maldito estúpido? No sabías a quién tenías en clase. Si me hubieses tratado como debías, te podría haber recordado como mi descubridor, en vez de considerarte un maldito estúpido malnacido». De hecho, he soportado tanto menosprecio durante más de medio siglo de sufrimiento que recientemente he escrito un relato llamado Time traveler, en el que un personaje que ha sufrido exactamente igual que yo vuelve al pasado. Por desgracia, como soy escritor me vi obligado a terminar la historia de una manera dramática y adecuada y no de manera realmente satisfactoria para mí. (No, no le diré como termina.)

Mi única satisfacción es que tiene que haber unos pocos ejemplares de la revista literaria semestral que contiene Little brothers. Yo tengo uno, por ejemplo. Le aseguro que, aparte del mío, no hay ningún nombre en el índice que sea famoso. Incluye varios poemas de Alfred A. Duckett, un joven afroamericano de gran talento que después escribió una obra considerable, pero el nombre más familiar es, con mucho, el mío. Hay coleccionistas que, si descubrieran uno de estos ejemplares, estarían dispuestos a pagar una cantidad importante por él, aunque no fuera más que porque contiene mi primer trabajo publicado, aquél por el que Newfield pidió perdón.

Cuando se publicó el anuario de la graduación, se hizo pública una lista con los nombres del mejor alumno en conjunto, el mejor escritor, el primero en esto y el primero en aquello. No necesito decir que no fui el mejor en nada pero ninguno de «esos mejores» se ha hecho famoso (al menos que yo sepa). En realidad, sí soy mencionado, justo debajo de mi foto, donde dice: «Cuando mira un reloj, éste no sólo se para, sino que va hacia atrás». Ingenio escolar. No, mi paso por el instituto no fue un éxito en ningún sentido aunque terminé con una promedio general muy alto. Y eso a pesar de que descubrí horrorizado que había asignaturas que era incapaz de manejar.

Estaba acostumbrado a aprender cualquier materia, de la gramática al álgebra avanzada y del alemán a la historia, con igual facilidad. Pero en Boys High, durante un semestre estudié economía y descubrí, profundamente desconcertado, que no entendía nada. No servía de nada escuchar al profesor ni estudiar el tema. Por primera vez en mi vida tropecé con una barrera mental, una asignatura que no podía hacer que me entrara en la cabeza.

Tuve que sobrevivir a todo esto. Tuve que superar la humillación de la clase de redacción, el no estar ni siquiera entre los seis mejores promedios, ser ignorado en el anuario escolar y saber que había asignaturas que era incapaz de entender. Lo logré. Al menos no recuerdo haberme sentido abatido. Seguía siendo alguien notable y pretendía demostrárselo al mundo entero. Terminé en el instituto en 1935; sólo tenía quince años.


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