
Empecé a escribir en 1931, a la edad de once años. No lo intenté con ciencia ficción sino que ataqué con algo mucho más primitivo. Antes del período de las historietas, existió la era de las «novelas de diez centavos». Fui testigo del final de esta era. Cuando mi padre compró la primera tienda, también vendía algunos libros en rústica, viejos, polvorientos y amarillentos, cuyos protagonistas eran Nick Carter y Frank y Dick Merriwell.
Había docenas y docenas de libros sobre estos personajes y supongo que sobre otros muchos. Nick Carter era un detective maestro del disfraz. Frank y Dick Merriwell eran chicos ciento por ciento estadounidenses que siempre estaban ganando partidos de béisbol para el viejo y querido Yale a pesar de las dificultades.
Nunca leí ninguno de estos libros. Mi padre se opuso rotundamente, y para cuando me dejó leer basura, estas novelas habían desaparecido. Las «series» eran libros encuadernados en tapas duras que trataban de algún personaje central sobre cuyas aventuras se editaban nuevos volúmenes sin cesar.
Algunos eran para niños muy pequeños, como los de Bunny Brown y su hermana Sue (leí uno o dos de estos volúmenes cuando era bastante joven), y, para un poco mayores, los gemelos Bobbsey, los compinches Darewell, Roy Blakely, Poppy Ott etc. Estos libros siguieron existiendo durante décadas, sobre todo los de los chicos Hardy y Nancy Drew.
La serie más popular de mi época era la de los Rover. En uno de sus libros, The Rover Boys on the Great Lakes, aparecía una joven llamada Dora que era un ejemplo tan primitivo de «historia de amor» que nunca me di cuenta de ello. Tenía una madre muy amable, pero débil, que era continuamente víctima de un timador empalagoso llamado míster Crabtree. También había un par de malos más perversos, padre e hijo (aunque con el tiempo el padre se reformó).
Cuando empecé a escribir, mi estilo era una imitación directa, incluso servil, de este libro. Titulé mi relato The Greenville Chums in College. Pero ¿por qué empecé a escribir? He comentado con frecuencia mis comienzos como escritor y la historia que cuento es que me desagradaba no tener ningún material de lectura permanente, sólo libros que debía devolver a la biblioteca o revistas que había que retornar a las estanterías. Se me ocurrió que podía copiar un libro y quedarme con la copia. Escogí uno sobre mitología griega y, a los cinco minutos, me di cuenta de que era un proceso irrealizable. Después se me ocurrió otra idea: escribir mis propios libros para convertirlos en mi biblioteca permanente. Sin duda, esta fue una de las razones, pero no pudo ser la única. Sencillamente debí de sentir el impulso incontrolable de inventar una historia.
¿Por qué no? Seguramente mucha gente siente este impulso. Tiene que ser un deseo humano muy común: una mente inquieta, un mundo misterioso, un deseo de emulación cuando alguien cuenta una historia. ¿No lo hacemos cuando nos sentamos alrededor de una hoguera en un campamento? ¿No hay muchas reuniones sociales dedicadas a los recuerdos en las que todo el mundo quiere contar una historia o algo que ha sucedido de verdad? ¿Y no es inevitable que dichas historias sean adornadas y exageradas hasta que su parecido con la realidad es bastante casual? Nos podemos imaginar al hombre primitivo sentado alrededor de la hoguera relatando y exagerando de modo ridículo grandes hazañas de caza que nadie discute porque los demás pretenden contar mentiras parecidas. Cuando un relato resultaba especialmente entretenido debió de repetirse una vez tras otra y debió de atribuirse a algún antepasado o a algún cazador legendario.
Era inevitable que apareciera alguien con una habilidad especial para contar historias y que su talento fuera solicitado en los ratos de ocio. Puede que incluso le recompensaran con un pedazo de carne si la historia era realmente interesante. Naturalmente, esto debió de estimularlos a inventar historias mejores, de mayor enjundia y más emocionantes. No creo que pueda haber ninguna duda sobre esto. El impulso de contar historias es innato en la mayoría de la gente, y si da la casualidad de que se combina con el talento y la energía suficiente, no se puede contener. Eso ocurrió en mi caso. Sencillamente, tenía que escribir.
Por supuesto, nunca terminé The Greenville Chums in College. Escribí ocho capítulos y lo dejé. Después intenté escribir otra cosa y después otra, a lo largo de siete años. Escribir era excitante, porque nunca lo planeaba de antemano. Inventaba las historias a medida que escribía, y se parecía mucho a leer un libro que no había escrito. ¿Qué sucedería con los personajes? ¿Cómo saldrían del lío en el que estaban metidos? En esa época yo sólo escribía por la emoción que me producía. Ni en mis sueños más descabellados se me ocurrió pensar que nada de lo que escribía pudiera ser publicado alguna vez. No escribía por ambición.
De hecho, sigo escribiendo así mis obras de ficción, inventándolas a medida que escribo, con una mejora importantísima: he descubierto que es inútil hacerlo de esta manera si no se ha pensado con toda claridad un final para la historia. Por no tenerlo, abandoné todos mis primeros relatos. Lo que hago ahora es discurrir un problema y una solución para ese problema. Entonces empiezo la historia, inventándola a medida que la escribo, y experimento toda la emoción de descubrir lo que les va a suceder a los personajes y cómo van a salir del lío en el que están, pero trabajando siempre hacia el final conocido, de manera que no me pierdo por el camino.
Cuando los escritores noveles me piden consejo, siempre subrayo esto. Sepa usted el final, les digo, o su historia puede terminar sepultada en las arenas del desierto sin llegar nunca al mar.
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