
Cuando era joven, todo parecía obligarme a adoptar un modo de vida anormal. «Anormal», por supuesto, sólo si se comparaba con el modo de vida habitual de la mayoría de los jóvenes de mi entorno. Para mí era incluso deseable. Me sentaba solo con mis libros y los demás niños me daban pena.
Debo puntualizar que no estaba aislado del todo. No era un misántropo o un«solitario» huraño. En realidad soy (los demás me lo dicen) muy extrovertido. (Utilizo el presente porque aparentemente sigo siendo igual). Esto quiere decir que podía hablar a mis compañeros de colegio y a los niños de la vecindad e incluso, de vez en cuando, jugar con ellos. Sin embargo, sólo a veces, por varias razones diferentes:
En cuanto tuve que trabajar en la tienda familiar, mis horas de ocio se redujeron a casi nada. No había tiempo para juegos. Incluso si, en circunstancias excepcionales, podía jugar a algo, me negaba a participar en cualquier juego que pudiese implicar algo de violencia, aunque fuera amistosa. Era bajo, débil y en cualquier pelea era el que recibía todos los golpes.
En muchos juegos, si eran con fichas, chapas, canicas u otros objetos, el ganador se quedaba con las pertenencias del perdedor. Desde muy joven me percaté de que a mí eso no se me daba bien. Si perdía mis objetos atesorados con gran amor, no había manera de reemplazarlos. Mi padre no iba a darme cantidades infinitas de estas chucherías y yo lo sabía bien. Sólo jugaba «por diversión», o sea, juegos en los que la gloria de ganar lo era todo, pero en los que cada uno se quedaba con sus cosas. Para la mayoría de la gente, jugar por diversión no es nada divertido, así que tenía pocas oportunidades de hacerlo a mi manera.
Al recordar esto, parece bastante mezquino por mi parte que nunca quisiera apostar ninguna de mis chucherías a alguna habilidad, pero también eso me resultó útil. Me libró durante toda mi vida de la tentación de aventurarme en el juego. Sólo una vez quebranté este rígido estado de pureza. A los veintitantos años sucumbí a la tentación de «ser uno de ellos» y participé en el póquer porque me aseguraron que las apuestas serían muy bajas.
Más tarde, abrumado por la culpa, se lo confesé a mi padre y le dije que había jugado al póquer por dinero.
—¿Qué tal te fue? —me preguntó mi padre muy tranquilo.
—Perdí quince centavos —respondí.
—Gracias a Dios —dijo—. Imagínate que los hubieses ganado. —Sabía del poder de adicción de ese vicio.
Mi prejuicio contra el juego va incluso más lejos. Es algo más que no jugar a póquer o apostar en las carreras. En todas las etapas de mi vida he intentado calcular las posibilidades que tendría de salir con éxito. Si, en mi opinión, estas posibilidades eran muy inferiores al riesgo que debía correr, no me arriesgaba. El método funciona si eres capaz de tener un buen criterio, y aparentemente yo lo he tenido. Al menos, las cosas que he intentado casi siempre me han salido bien, incluso cuando a otros les parecían fallos; si para mí no lo eran, trataba de conseguirlas con todas mis fuerzas y casi siempre con éxito.
Así, he escrito libros que nadie más que un idiota podía pensar que se vendieran, y sin embargo se vendieron bien. Por otro lado, siempre he creído que cualquier relación con Hollywood, por trivial que fuera, aunque en el primer momento pudiera parecer provechosa, terminaría en un desastre y me he mantenido alejado de ese lugar. Tampoco me he arrepentido nunca de ello.
Como se puede ver, nunca pertenecí a la banda del barrio y, a medida que crecía, más me distanciaba de ella. Extrovertido o no, conversador alegre o no, fundamentalmente era un intruso, y mi corazón pudo haberse roto por ello y envenenar el resto de mi vida. (Tengo amigos cuyas vidas de adulto han estado más o menos envenenadas porque fueron intrusos cuando eran jóvenes.)
Pero a mí esto nunca me preocupó. Ni siquiera recuerdo sentirme afligido por estar solo. Tampoco me recuerdo mirando a los demás niños corretear por todas partes y deseando poder unirme a ellos. Más bien pensaba en esa posibilidad con desagrado. Tenía mis libros, y prefería leer.
Recuerdo las cálidas tardes de verano en que había poco movimiento en la tienda y mi padre, con o sin mi madre, podía arreglárselas sin mí. Me sentaba fuera de la tienda (siempre disponible por si había una emergencia), con mi silla apoyada contra la pared, y leía. También recuerdo que después de nacer mi hermano Stanley tuve que ocuparme de él; empujaba el cochecito alrededor de la manzana veinte o treinta veces mientras leía un libro que apoyaba contra el manillar.
Me recuerdo volviendo de la biblioteca con tres libros, uno bajo cada brazo y leyendo el tercero. (Se lo contaron a mi madre calificándolo de «comportamiento extraño» y me regañó, ya que tanto a ella como a mi padre los horrorizaba la posibilidad de molestar a sus clientes. Como usted se imaginará, no hice ningún caso.)
En otras palabras, era un clásico «ratón de biblioteca». A los que no lo son, le puede resultar extraño que alguien se pase el día leyendo, dejando que la vida con todo su esplendor pase inadvertida, malgastando los despreocupados días de la juventud y perdiéndose la maravillosa interacción entre el músculo y los tendones. Puede parecer que eso tiene algo de triste, incluso de trágico, y uno podría preguntarse qué impulsa a un joven a hacer algo así.
Pero la vida es fantástica cuando uno es feliz; la interacción entre el pensamiento y la imaginación es muy superior a la de músculos y tendones. He de decir, si usted no lo sabe por propia experiencia, que leer un buen libro, embebido en el interés de sus palabras y pensamientos, produce en algunas personas (en mí, por ejemplo) una increíble sensación de felicidad.
Si quiero evocar la paz, la serenidad y el placer, pienso en mi mismo durante esa tardes de verano perezosas, con la silla apoyada contra el pared, el libro en regazo y pasando las páginas suavemente.
En determinadas épocas de mi vida ha habido ocasiones de mayor éxtasis, grandes momentos de satisfacción y triunfo, pero por lo que respecta a una felicidad tranquila y reposada, nunca nada que se pueda comparar con eso…
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