
Una vez que aprendí a leer y que mi capacidad de lectura mejoró con rapidez, se me planteó un problema serio: No tenía nada que leer. Mis libros escolares me duraban unos pocos días. Los terminaba todos en la primera semana del semestre y por tanto, ya me sabía todo para ese medio año. Los profesores tenían poco que enseñarme.
Mi padre también vendía material de lectura en la tienda, pero no me dejaba tocarlo. Le parecía que era basura. Le dije que los demás niños lo leían y mi padre me respondió:
—Su cerebro se llenará de basura. Puede que a sus padres no les importe, pero a mí sí. Me enfadé.
¿Qué podía hacer? Mi padre me sacó el carné de la biblioteca y periódicamente mi madre me acompañaba allí. La primera vez en mi vida que se me permitió ir solo a alguna parte fue a la biblioteca, claro, después de que mi madre se hartara de acompañarme. Una vez más, las circunstancias me ayudaron.
Si mi padre hubiese tenido tiempo y su cultura hubiera sido americana, sin duda no se habría limitado a protegerme de la seudoliteratura que vendía en la tienda. Podría haberme dirigido hacia lo que él considerara buena literatura y, sin quererlo, podría haber restringido mis horizontes intelectuales. Pero no pudo. Yo era libre. Mi padre dio por supuesto que cualquier volumen que estuviese en una biblioteca pública era adecuado para leer, así que no intentó supervisar las obras que pedía prestadas. Y yo, sin ninguna guía, cogía de todo.
Por pura casualidad, encontré libros que versaban sobre la mitología griega. Pronunciaba mal todos los nombres griegos y la mayoría de ellos eran un misterio para mí, pero me fascinaron. Con muy pocos años, leí la Ilíada una y otra vez. La solicitaba en la biblioteca siempre que podía y la volvía a empezar por el primer verso en cuanto había llegado al último. Resultó que el volumen que leía era una traducción de William Cullen Bryant, que (si no recuerdo mal) creo que no era muy buena. Sin embargo, me sabía la Ilíada palabra por palabra. Pueden recitarme cualquier verso al azar y les diré a qué parte corresponde. También leí la Odisea, pero me gustó menos, no era tan sangrienta.
Lo que ahora me tiene perplejo es que no recuerdo cuándo fue la primera vez que leí un libro sobre mitología griega, pero debía de ser muy joven. ¿Era capaz de darme cuenta de que eran historias ficticias? La misma pregunta se puede hacer sobre los cuentos de hadas (y me leí todos los volúmenes de estos cuentos de la biblioteca). ¿Cómo sabe uno que sólo son «cuentos de hadas»? Supongo que en las familias normales alguien lee los libros a los niños y, de alguna manera, se les hace comprender que los conejitos en realidad no hablan. No lo sé. Aunque parezca extraño, no recuerdo lo que hice con mis hijos. No les leía demasiado (siempre estaba ensimismado) y no me recuerdo diciendo concretamente: «Esto no es más que una historia de mentiras».
No hay duda de que muchos niños tienen miedo de que bajo su cama haya brujas, monstruos y tigres y otras cosas terribles sobre las que leen, así que deben de pensar que son ciertas (y si son lo bastante ingenuos, también lo creen cuando son adultos). Nunca tuve miedo de estas cosas, así que debía de saber desde el principio que los cuentos eran ficción, pero no sé cómo lo sabía. Por supuesto, podría haber preguntado a alguien, pero ¿a quién? Mi padre estaba demasiado ocupado en la tienda y mi madre (aparte de saber leer, escribir) carecía de la cultura necesaria. Yo tenía la sensación incómoda de que no debía hacerles preguntas. Y, desde luego, no se lo pregunté a mis compañeros. Nunca se me hubiese ocurrido consultarlos sobre asuntos intelectuales.
El resultado fue que me vi abandonado a mi suerte y salió bien, pero no recuerdo cómo sucedió. En realidad, a pesar de mi memoria excelente hay multitud de cosas importantes para mí que no recuerdo y que por mucho que escarbe en mi infancia no puedo recordarlas.
Por ejemplo, cuando era bastante joven conseguí un volumen que contenía las obras completas de William Shakespeare. No podía ser de la biblioteca porque recuerdo que lo guardé durante mucho tiempo. A lo mejor alguien me lo regaló. Recuerdo con toda claridad mi descubrimiento de La tempestad, que era la primera obra del libro, aunque fue la última que escribió Shakespeare (y la única cuyo argumento inventó él mismo). Recuerdo, por ejemplo, lo enigmática que resultaba la palabra «yare» . Shakespeare la utilizaba para dar impresión de jerga marinera, pero yo no la había visto antes ni creo que la haya vuelto a ver.
Recuerdo que disfruté con La comedia de las equivocaciones y Mucho ruido y pocas nueces. Incluso me parece recordar que me gustaron las escenas de Falstaff en Enrique IV, Acto I. En resumen, me gustaron las escenas cómicas, como era de esperar. Sin embargo, Romeo y Julieta no me gustó porque era demasiado sensiblera. Pero ahora llega la parte que me vuelve loco. ¿Intenté o no leer Hamlet o El rey Lear? No tengo el mínimo atisbo de ello. En realidad no puedo recordar cuando leí Hamlet por primera vez. Sin duda, tiene que haber un momento en el que lo leí o al menos empecé a intentar leerlo. Y, sin duda, debí reaccionar de alguna manera. Pero no, nada. En blanco.
Si dejo de pensar en ello, surgen una gran cantidad de preguntas. ¿Cuándo supe por primera vez que la Tierra gira alrededor del Sol? ¿Cuándo oí hablar por primera vez de los dinosaurios? Probablemente leí sobre estos y otros asuntos en libros de divulgación científica para jóvenes que conseguía en la biblioteca, pero ¿por qué no me acuerdo haber dicho: «¡Oh, Dios mío! ¡La Tierra, con lo grande que es, gira a gran velocidad alrededor del Sol! ¡Qué extraño!»? ¿Se acuerda todo el mundo de cuándo oyó hablar de estas cosas por primera vez? ¿Soy un idiota por no recordarlo?
Por otro lado, ¿es posible que cuando de niño se acepta algo con convencimiento, se olvide el estado anterior de «desconocimiento» o de «conocimiento erróneo»? ¿La actividad cerebral de la memoria se limita a borrar todo lo anterior? Esto sería muy útil ya que probablemente nos perjudicaría vivir bajo la impresión infantil de que los conejitos hablan, sobre todo una vez que ya hemos descubierto que no lo hacen. Aceptaré esta explicación para pensar que no soy un idiota
Por tanto, supondré que leí Hamlet y que me gustó tanto que la función cerebral de mi memoria asumió la creencia de que lo conocía desde siempre. Y supongo que de los libros aprendí cosas que admití no solo en ese momento sino también retrospectivamente.
Una cosa lleva a la otra, incluso los accidentes. Una vez estaba enfermo y no podía ir a la biblioteca, y persuadí a mi pobre madre para que fuera en mi lugar con la promesa de que leería cualquier libro que me trajera. Volvió con una biografía de Thomas Edison. No me gustó, pero se lo había prometido, así que la leí y puede que ésta fuera mi introducción al mundo de la ciencia y la tecnología.
Más tarde, a medida que crecía, la ficción me llevó a la no ficción. Era imposible leer Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas y no sentir curiosidad por la historia de Francia. Mi introducción en la historia de la Grecia clásica (como oposición a la mitología) se produjo, creo, porque leí The Jealous Gods, de Gertrude Atherton (supongo que pensando que se trataba de mitología). Me encontré leyendo sobre Esparta y Atenas, en concreto sobre Alcibíades. La imagen que tengo de él, como Atherton lo describe, no me abandonará nunca. The Glory of the Purple, de William Stearns Davis, me permitió conocer el Imperio Bizantino y a León III (el Isaurio), por no hablar del fuego griego. Otro de sus libros, cuyo título no puedo recordar en este momento, me puso en contacto con las Guerras Médicas y con Arístides.
Todo esto me acercó a la historia en general. Leí el libro de historia de Hendrik van Loon y decidí que necesitaba material más sólido, así que recuerdo haber leído una historia universal escrita por un historiador francés del siglo XIX llamado Victor Duruy. La leí varias veces. Eran lecturas muy diversas y ni siquiera puedo decir cuántos campos abarcaban, ni lo absurdas que deben de haber parecido a otras personas. En otra biblioteca a la que iba (solía visitar todas las que estaban a mi alcance), encontré volúmenes encuadernados de St. Nicholas, una revista de niños muy famosa hace un siglo. Me llevé un volumen tras otro; eran enormes. Encuadernados, cada uno de aquellos volúmenes contenía los doce números de un año, y aunque la letra era microscópica, leí todos los que pude.
Allí descubrí la historia por entregas de Davy and the Goblin, que no me gustó nada porque pensaba que era una imitación de Alicia en el país de las maravillas, pero no tan buena. (¡Vaya! ¿Cuándo leí por primera vez Alicia? Tampoco lo sé pero estoy completamente seguro de que cuando lo hice, me gustó).
En todos los números había también poemas ramplones sobre una banda de duendes inocentes que siempre se metían en aventuras peligrosas. Sus ilustraciones eran maravillosas, sobre todo porque uno de los duendes siempre aparecía vestido como un inglés de comedia (chistera, frac y monóculo) y siempre tenía más problemas que todos los demás juntos.
Obviamente, me saltaba muchas cosas, pero también leía muchas otras. Cuando crecí un poco más, descubrí a Charles Dickens. (He leído Papeles póstumos del club Pickwick veintiséis veces, por ahora, y Vida y aventuras de Nicholas Nickleby unas diez.) Incluso fui capaz de leer libros tan inverosímiles como El judío errante, de Eugène Sue, (atraído por la palabra «judío») y Los misterios de París (atraído por «misterios»).
Me sentí horrorizado. No podía dejar de leer, pero me aterró de principio a fin la descripción que Sue hacía de los pobres y los criminales. Incluso ahora me estremezco cuando pienso en ello. Las imágenes de Dickens sobre la pobreza y la miseria siempre tenían un toque de humor que las hacía más tolerables. Sue te machacaba.
También leí un libro olvidado en la actualidad, y con razón: Ten Thousand a Year, de Samuel Warren, en el que aparecía un villano excelente llamado Oily Gammon. Creo que fue la primera vez que me di cuenta de que un villano y no un «héroe» podía ser el verdadero protagonista de un libro. No se por qué prescindí de la ficción moderna. A lo mejor es que me atraían los libros más polvorientos. Ta vez las bibliotecas a las que iba no tenían esa clase de volúmenes. La tendencia de la infancia se ha mantenido. Sigo leyendo muy pocas obras de ficción moderna (salvo las de misterio).
Toda esta lectura tan sumamente diversa, resultado de no tener a nadie que me guiara, dejó su marc indeleble. Hizo que me gustaran veinte cosas diferentes y que este interés permaneciera. He escrito libros sobre mitología, la Biblia, Shakespeare, historia, ciencia y muchas otras cosas más.
Incluso mi falta de lectura de ficción moderna ha dejado su marca, ya que me doy cuenta de que mi forma de escribir tiene un cierto aire anticuado. Pero me gusta y hay bastantes lectores a los que parece gustarles, lo cual evita que viva en la miseria. Recibí las bases de mi educación en la escuela, pero esto no fue suficiente. Mi educación real, la superestructura, los detalles, la verdadera arquitectura, la obtuve en los libros. Para un niño pobre cuya familia no se podía permitir comprar libros, la biblioteca era una puerta abierta hacia las maravillas y el éxito y nunca podré estar lo bastante agradecido por haber tenido el buen juicio de atravesar esa puerta y sacar el mejor partido de ello.
En la actualidad, cuando leo constantemente que los fondos para bibliotecas se recortan cada vez más, lo único que se me ocurre es que la puerta se está cerrando y la sociedad estadounidense ha encontrado otro modo más de destruirse a sí misma.
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