
Esto me lleva a una discusión más general sobre el antisemitismo. Mi padre me dijo una vez lleno de orgullo que en su pequeña ciudad jamás hubo ningún pogromo, que judíos y gentiles se llevaban bien. Me contó que era muy amigo de un chico no judío al que ayudaba en los deberes escolares. Después de la Revolución, el chico se convirtió en funcionario del Partido Comunista y ayudó a mi padre a preparar el papeleo necesario para emigrar a Estados Unidos. Esto es importante, con frecuencia he conocido a románticos exaltados que suponen que nuestra familia huyó de Rusia para escapar de la persecución. Al parecer piensan que la única manera de salir de allí era saltando de un témpano de hielo a otro a través del río con los sabuesos y todo el Ejército Rojo tras de nosotros. Nada de eso. No nos perseguía nadie, nos fuimos de manera completamente legal y nuestros únicos problemas fueron los que se pueden esperar de una burocracia cualquiera, incluida la nuestra.
Tampoco puedo contar historias de horror sobre mi vida aquí, en Estados Unidos. Nunca nadie me hizo sufrir por mi judaísmo en el sentido estricto de ser golpeado o agredido físicamente. Fui insultado bastante a menudo, a veces abiertamente, por patanes y, con mayor frecuencia, de manera sutil, por gente más culta. Era algo que aceptaba como parte inevitable de un universo que no podía cambiar. También sabía que existían amplias áreas de la sociedad norteamericana que estaban cerradas para mí porque era judío, pero esto había ocurrido en cualquier sociedad cristiana del mundo durante dos mil años y también lo aceptaba como un hecho de la vida.
Lo que resultaba realmente difícil de soportar era la sensación de inseguridad, incluso de terror, debido a lo que estaba sucediendo en el mundo. Estoy hablando de los años treinta, cuando Hitler se estaba haciendo cada vez más poderoso y su antisemitismo se estaba volviendo cada vez más cruel y sanguinario. Ningún judío estadounidense podía ignorar que los judíos, primero en Alemania y después en Austria, estaban siendo humillados, maltratados, encarcelados, torturados y asesinados sin cesar, sólo por ser judíos. Todos nos dábamos cuenta de que estaban surgiendo partidos nazis en otras partes de Europa, que también hicieron del antisemitismo su consigna. Ni siquiera Francia y Gran Bretaña se libraron de ello; ambos tuvieron partidos de corte fascista y los dos tienen una larga historia de antisemitismo.
Ni siquiera en Estados Unidos estábamos a salvo de ello. El antisemitismo, latente y de buen tono, siempre se hallaba presente. La violencia ocasional de las bandas callejeras, más ignorantes, siempre existió. Pero también se notaba la influencia del nazismo. Podemos dejar aparte la Liga Germano Americana (German-American Bund), que era un brazo indiscutible de los nazis. Pero gente como el sacerdote católico Charles Coughlin y el héroe de la aviación Charles Lindbergh expresaron abiertamente sus opiniones antisemitas. También había movimientos fascistas autónomos que se unían bajo la bandera del antisemitismo.
¿Cómo pudieron vivir los judíos norteamericanos bajo esta presión? ¿Cómo no se derrumbaron? Supongo que la mayoría se limitó a practicar la «negación». Intentaron con todas sus fuerzas no pensar en ello y siguieron adelante con su vida normal lo mejor que pudieron. En gran medida, yo hice lo mismo. No quedaba otro remedio. (Los judíos de Alemania hicieron lo mismo hasta que estalló la tormenta). Es cierto que adopté una actitud más positiva. Tenía la suficiente fe en Estados Unidos de América como para creer que nunca seguirían el ejemplo alemán. Y, en realidad, los excesos de Hitler, no sólo de racismo sino también de patriotismo nacionalista, su paranoia cada vez más evidente, provocaron el desagrado y la ira de importantes sectores de la población norteamericana. A pesar de que nuestra nación, en conjunto, fue bastante indiferente a la situación de los judíos de Europa, se iba volviendo cada vez más anti-Hitler. O al menos eso me parecía a mí, y así me reconfortaba.
Por otro lado, intenté evitar obsesionarme con el antisemitismo y convertirlo en el principal problema mundial. Muchos judíos que conozco dividen el mundo entre judíos y antisemitas, y nada más. Otros consideran que en cualquier momento y lugar no hay más que un problema, el antisemitismo. No obstante, me sorprendió que los prejuicios fueran universales y que todos los grupos que no eran dominantes, que no estaban en lo alto de la escala social, fueran víctimas potenciales. En la Europa de los años treinta fueron los judíos los que se convirtieron en víctimas de manera espectacular, pero en Estados Unidos no eran los judíos los peor tratados. Aquí, como podía ver todo aquel que no cerrara los ojos de forma deliberada, eran los afroamericanos.
Durante dos siglos éstos han sido esclavizados. Y a pesar de que esta esclavitud se terminó formalmente, los afroamericanos han permanecido en una situación de semi-esclavitud en la mayoría de los estamentos de la sociedad estadounidense. Se les ha privado de los derechos comunes, se les ha tratado con desprecio y se les ha mantenido al margen de cualquier posibilidad de participación en lo que se llamó el sueño americano. Yo, aunque judío y además pobre, recibí una educación de primera en una universidad prestigiosa y me preguntaba cuántos norteamericanos habrían tenido una oportunidad. Me molesta tener que denunciar el antisemitismo a no ser que se denuncie la crueldad del hombre contra el hombre en general.
Tal es la ceguera de mucha gente que he conocido, judíos que, después de condenar el antisemitismo con un tono desmesurado, pasan en un instante a hablar de los afroamericanos y, de repente, empiezan a sonar como un grupo de pequeños Hitler. Y cuando lo hago notar y me opongo con energía, se vuelven en mi contra, furiosos. Sencillamente, no se dan cuenta de lo que están haciendo. Una vez escuché a una mujer que hablaba con gran elocuencia de la horrible pasividad de los no judíos, que habían permanecido sin hacer nada para ayudar a los judíos de Europa.
—No se puede confiar en los gentiles —dijo.
Dejé transcurrir unos minutos y después le pregunté:
—¿Qué está usted haciendo para ayudar a los negros en su lucha por los derechos civiles?
—Escuche —me respondió—. Yo ya tengo mis propios problemas.
—Lo mismo les pasa a los gentiles —argumenté yo.
Ella se limitó a mirarme asombrada. No entendió a qué me estaba refiriendo. ¿Qué se puede hacer? Todo el mundo parece vivir bajo el lema: «La libertad es maravillosa, pero sólo para mí».
Estallé una vez, en circunstancias difíciles, en mayo de 1977. En esa ocasión compartía una mesa redonda con otras personas, entre las que estaba Elie Wiesel, que sobrevivió al Holocausto (el asesinato de 6 millones de judíos europeos) y que ahora no habla de nada más. Wiesel me irritó cuando dijo que no confiaba en los científicos y los ingenieros porque habían participado en la dirección del Holocausto. ¡Qué forma de generalizar! Era precisamente el tipo de frase que diría un antisemita: «No confío en los judíos porque una vez crucificaron a mi Salvador». Meditaba sobre el tema en la mesa y al final, incapaz de permanecer callado, intervine:
—Señor Wiesel, es un error pensar que porque un grupo haya sufrido una gran persecución, esto sea una señal de que son virtuosos e inocentes. Podrían serlo, sin duda, pero el proceso de persecución no es una prueba de ello. La persecución simplemente demuestra que el grupo perseguido es débil. Si hubiesen sido fuertes, por lo que sabemos nosotros, podrían haber sido los perseguidores.
Después de lo cual, Wiesel, muy excitado dijo:
—Puede darme un
solo ejemplo en el que los judíos hayan perseguido a alguien. Estaba
preparado, así que respondí:
—Bajo el reinado de los
Macabeos en el siglo II a.C., Juan Hircano de Judea conquistó Edom y
obligó a los edomitas a elegir entre la conversión o la espada. Los
edomitas, que eran prudentes, se convirtieron, pero después fueron
tratados como un grupo inferior, ya que aunque eran judíos eran
también edomitas.
—Esa fue la única vez —me contestó
todavía más excitado.
—Ésa fue la única vez que los judíos
tuvieron el poder. Una de una, no es un mal récord —respondí.
Esto terminó con la discusión, pero debería añadir que la audiencia estaba en cuerpo y alma con Wiesel. Podría haber seguido. Podría haberme referido al trato que recibieron los cananeos por parte de los israelitas bajo los reinados de David y Salomón. Y si hubiese sido capaz de pronosticar el futuro, podría haber mencionado lo que está sucediendo en Israel en la actualidad. Los judíos estadounidenses lograrían entender la situación si imaginaran una inversión de los papeles, los palestinos gobernando el país y los judíos lanzando piedras con desesperación.
En cierta ocasión mantuve una discusión semejante con Avram Davidson, un brillante escritor de ciencia ficción que es (por supuesto) judío y que, al menos durante algún tiempo, hizo alarde de su ortodoxia. Yo había escrito un ensayo sobre el libro de Ruth afirmando que era un alegato a favor de la tolerancia y en contra de la crueldad de Ezra, el escriba que obligó a los judíos a «expulsar» a sus mujeres extranjeras. Ruth era moabita, un pueblo odiado por los judíos, y sin embargo se la describía como una mujer modelo de virtudes y era ascendiente de David. Avram Davidson se molestó por mi afirmación de que los judíos eran intolerantes y me escribió una carta en tono sarcástico en la que también me preguntaba cuándo habían perseguido los judíos a alguien.
En mi respuesta le decía: «Avram, tú y yo somos judíos que vivimos en un país que es no judío en un noventa y cinco por ciento y nos las arreglamos bastante bien. Me pregunto cómo nos desenvolveríamos, Avram, si fuéramos gentiles y viviéramos en un país con un noventa y cinco por ciento de judíos ortodoxos». Nunca me contestó.
En estos momentos se está produciendo una gran afluencia de judíos soviéticos a Israel. Están huyendo porque temen una persecución religiosa. En el momento en que ponen sus pies en suelo israelí, se convierten en nacionalistas extremistas sin piedad para los palestinos. Pasan de perseguidos a perseguidores en un abrir y cerrar de ojos. Los judíos no son diferentes de los demás. Aunque como judío soy especialmente sensible a esta situación en concreto, es un fenómeno general. Cuando la Roma pagana persiguió a los primitivos cristianos, éstos suplicaban tolerancia. Cuando el cristianismo se impuso, ¿fue tolerante? ¡Ni hablar! La persecución empezó de inmediato en la otra dirección.
Los búlgaros pedían libertad en contra de un régimen opresor y utilizaron su libertad para atacar a la etnia turca que convivía con ellos. Los azerbaiyanos exige libertad del control centralizado de la Unión Soviética, pero parece que la quieren para matar a los armenios que hay entre ellos. La Biblia dice que aquellos que han sufrido persecución no deben perseguir a su vez: «No maltratarás al extranjero, ni le oprimirás, pues extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Éxodo 22,21.) ¿Y quién sigue este texto? Cuando intento predicarlo, lo único que consigo es parecer raro y hacerme menos popular.
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