
De todos los nombres que existen, el mío, Isaac, es el más claramente judío, con la posible excepción del clásico Moisés. Me doy cuenta que hay Isaac en las antiguas familias de Nueva Inglaterra, entre los mormones y en todas partes, pero creo que nueve de cada diez somos judíos.
Cuando era muy joven no lo sabía. Sencillamente me gustaba mi nombre. Era Isaac Asimov y nunca había soñado ser otra cosa. Este sentimiento me embargaba incluso de pequeño, y a lo mejor tenía algo que ver con mi sensación de que yo era extraordinario. Puesto que mi nombre era parte de mí, también tenía que ser algo maravilloso.
El problema era que no todo el mundo estaba enamorado de mi nombre. Durante los primeros años después de nuestra llegada a Estados Unidos, los vecinos pensaron que era su obligación advertir a mi madre de que ese nombre sería para mí una carga indeseable. El nombre de Isaac delataba mi judaísmo, me colocaba un estigma, y no tenía ningún sentido aumentar las desventajas con las que inevitablemente tendría que desenvolverme. Mi madre estaba perpleja.
—¿Cómo debo llamarle entonces? —preguntó.
La respuesta era sencilla. Se trataba de mantener la letra inicial, de manera que el padre de mi madre por quien me habían puesto el nombre, siguiera siendo honrado, pero adoptando un viejo nombre anglosajón. En este caso sería Irving. En realidad, esos cambios de nombre sirven para poco. Si un número significativo de Isaacs e Israeles se convierten en Isidores e Irvings, los viejos nombres aristocráticos acabarán teniendo un olor a judío y estaremos como al principio.
Pero esto nunca sucedió. En la época en que escuché la conversación tendría unos cinco años, y cuando oí la sugerencia de que me llamaran Irving, lancé un grito tan fuerte como mi madre no había escuchado nunca. Expliqué con bastante claridad que no permitiría que me llamaran Irving en ningún caso, que no respondería a dicho nombre y que gritaría y lloraría cada vez que lo oyera. Mi nombre era Isaac Asimov y lo seguiría siendo.
Y lo fue, y hasta ahora jamás me he arrepentido. Estigma o no, Isaac Asimov soy yo y yo soy Isaac Asimov.
Por supuesto tuve que aguantar que me llamaran de manera burlona Izzy o Ikey, y lo soportaba imperturbable porque no tenía elección. Cuando pude controlar mejor mi entorno, insistí en conservar mi nombre completo. Soy Isaac, no están permitidos los apodos (excepto para los viejos amigos que están tan acostumbrados a llamarme Ike que no creo que puedan cambiar). Recuerdo que conocí a alguien que me alabó por haber mantenido el nombre de Isaac; me aseguró que era un acto poco usual de valor. Después se refirió a mí llamándome Zack, y tuve que corregirle con bastante irritación.
Pero después, hacia los veinte años, cuando apenas estaba empezando a escribir, surgió de nuevo el problema de mi nombre. No pude evitar fijarme en que todos los escritores populares de novelas de ciencia ficción parecían tener nombres sencillos, originarios del noroeste de Europa, sobre todo anglosajones. Es probable que fueran sus verdaderos nombres, aunque también podían ser seudónimos.
Los seudónimos eran corrientes entre estos escritores. Algunos trabajaban en varios géneros diferentes y utilizaban un nombre distinto para cada uno. Otros no tenían ningún interés especial en que se supiera que escribían esas novelas. Y algunos más creían que un nombre norteamericano sencillo podría ser mejor aceptado entre sus lectores.
Quién sabe. En cualquier caso, los nombres eran en su mayoría anglosajones. Esto no quiere decir que no fueran escritores judíos. Algunos incluso utilizaban sus auténticos nombres de pila. Dos de los mejores escritores de ciencia ficción de los años treinta eran Stanley G. Weinbaum[1] y Nat Schachner[2], ambos judíos. Weinbaum publicó sólo durante un año y medio, y se convirtió en el escritor de ciencia ficción más popular de Estados Unidos antes de morir trágicamente de cáncer a los treinta y tantos años.
Sin embargo, los apellidos eran alemanes, lo que resultaba bastante aceptable, pues a pesar de la Primera Guerra Mundial, Alemania seguía siendo Europa noroccidental. En cuanto a los nombres, eran aceptables, sin duda. Stanley era otro de esos nombres de origen inglés. (Mi hermano se llamó Stanley, debido a la insistencia de mi madre y en contra de los votos de mi padre y mío, que preferíamos Solomon).
Y por lo que respecta a Nathan, si se acorta como Nat, suena bien. Pero mi nombre era descaradamente judío y ¡Dios santo!, mi apellido, eslavo. Cuando me advirtieron que los editores probablemente querrían llamarme John Jones, me rebelé contra semejante idea. No permitiría que ninguna obra escrita por mí apareciera bajo un nombre que no fuera el de Isaac Asimov.
Podría parecer excéntrico por mi parte estar dispuesto a sacrificar mi carrera de escritor antes de dejar de usar mi extraño y peculiar nombre, pero eso es lo que habría sucedido. Me identifico tanto con mi nombre que publicar un relato sin él no me hubiera producido ninguna satisfacción. Habría sido más bien al contrario. Sin embargo, nunca se me planteó una situación semejante. Al final, utilicé mi nombre sin ninguna objeción. Durante más de medio siglo ha aparecido en libros, revistas, periódicos y en cualquier parte donde se imprimiera mi prolífica obra. Y a medida que pasa el tiempo, Isaac Asimov aparece en letras cada vez mayores. No quiero reivindicar más de lo que me pertenece por derecho, pero creo que ayudé a romper la costumbre de imponer a los escritores nombres sosos y simples. En concreto, facilité un poco que los escritores judíos lo fueran abiertamente en el mundo de la ficción y la divulgación. Y sin embargo… sin embargo…
En cierto modo esto no parece suficiente. Un amigo me mandó un artículo que había aparecido en el Atlanta Jewish Times el 10 de noviembre de 1989. Citaba las ideas de alguien llamado Charles Jaret, al que se describía como «sociólogo de la Universidad Estatal de Georgia, que ha realizado un estudio sobre los judíos y los temas judíos en la ciencia ficción». He aquí una cita del artículo:
«Probablemente el escritor judío de ciencia ficción más conocido es Isaac Asimov. Pero la relación de Asimov con el judaísmo es, en el mejor de los casos, tenue. En su obra se encuentran más temas derivados del cristianismo que del judaísmo», afirma Jaret. Esto es injusto. He explicado que no fui educado en la tradición judía. Sé muy poco de los detalles del judaísmo. Sin duda, esto no es algo que se pueda utilizar en mi contra. Soy un estadounidense libre y no es mi obligación escribir sobre temas judíos porque mis abuelos fueran judíos ortodoxos.
Simplemente, ser, según la definición corriente, judío no me ata de pies y manos. Isaac Bashevis Singer escribe sobre temas judíos porque quiere hacerlo. Yo no lo hago porque no me apetece. Tengo los mismos derechos que él. Estoy harto de que, periódicamente, algunos judíos me acusen de no ser lo bastante judío. Veamos un ejemplo. En cierta ocasión acepté dar una charla un día que resultó ser el Año Nuevo Judío. No sabía que lo fuera, pero si lo hubiese sabido nada habría cambiado. No celebro las fiestas, ni el Año Nuevo Judío, ni la Navidad, ni el Día de la Independencia. Para mí todos los días son laborables, y los días de fiesta me resultan especialmente provechosos porque no hay ni correo ni llamadas telefónicas que me distraigan de seguir escribiendo.
Pero poco después recibí la llamada de un señor judío. Subrayaba que yo había hablado en un día sagrado y me censuraba con acritud por haberlo hecho. Me contuve y le expliqué que yo no celebro las fiestas, y que si no hubiese dado la conferencia tampoco habría ido a los servicios religiosos de la sinagoga.
—Eso no importa —dijo—. Debería usted servir de modelo para la juventud judía. En vez de eso, se limita a intentar ocultar que es usted judío. Esto ya era demasiado, así que le respondí:
—Perdón, señor, pero estoy en desventaja, usted sabe mi nombre, pero yo no sé el suyo. Estaba probando fortuna, por supuesto, sin embargo acerté. No utilizaré su verdadero nombre, pero dijo algo similar a lo siguiente:
—Me llamo Jefferson Scanlon.
—Ya veo —le dije—. Bien, si yo estuviese intentando ocultar que soy judío, la primera cosa que haría, lo primero, sería cambiar mi nombre de Isaac Asimov por el de Jefferson Scanlon.
Colgó el teléfono con un golpe seco y nunca volví a oír hablar de él. En otra ocasión me trató con desprecio, por no ser lo bastante judío, alguien cuyo nombre era Leslie Aaron pero que sólo utilizaba el primero. ¿Por qué me acosan? Van por ahí con sus nombres «genuinos» de Charles, Jefferson y Leslie y me reprenden porque parece que me escondo, cuando he puesto el nombre de Isaac en todos mis escritos y he discutido mi judaísmo en letra impresa, libre y abiertamente.
[1] Es necesario hacer un paréntesis y resaltar el porqué Asimov aseguraba que el mejor escritor en aquella época era Stanley G. Weinbaum. El hombre tiene una historia maravillosa: Estudió ingeniería química y la abandonó en el último año con la creencia de que sería mejor escribir y estudiar el idioma inglés, al final no duró nada en la carrera de inglés y decidió empezar a escribir a la edad de 31 años. Cuando iba a la mitad de los 31, publicó en 1934 un libro llamado «A Martian Odyssey», este libro/relato revolucionó por completo la ciencia ficción y de inmediato tanto los lectores, como figuras del calibre de Isaac Asimov, lo reconocieron como el más grande texto de la ciencia ficción creado hasta aquél momento, y claro, todos reconocieron el nombre de Weinbaum como uno de los mejores escritores de la historia.
Sin embargo, Weinbaum siguió escribiendo sólo un año más, pues moriría de cáncer de pulmón en 1935. A pesar de eso, su legado nunca se detuvo y hasta la fecha se sigue admirando y leyendo. Sólo para tener una idea general: Años después (antes de la creación de los premios Nebula), la asociación de escritores de ciencia ficción, hacían votaciones para escoger el mejor cuento de ciencia ficción de la historia, y aunque ya muerto y muchos años después, A Martian Odyssey logró conquistar el segundo lugar en la votación, sólo vencido por Nigthfall de nuestro tan querido y famoso Isaac Asimov. Si se desea saber más del tema recomiendo el libro de Asimov titulado: «The Best of Stanley G. Weinbaum» de 1974.
[2] Nat Schachner fue químico y abogado, es conocido por su famosa historia «Space Lawyer», en la que combina sus conocimientos de química y ciencia en general, junto con la jurisprudencia del espacio.
[…] Leer capítulo 6 […]
Me gustaMe gusta
[…] Leer capítulo 6 […]
Me gustaMe gusta