Rumbo a los cien años de Asimov[4]: Mi hermana.

Mi infancia transcurrió en compañía de mi hermana menor, Marcia, que nació el 17 de junio de 1922 en Rusia y que llegó con nosotros a Estados Unidos cuando tenía ocho meses. A menudo se ha quejado de que rara vez hablo de ella en mi obra, y es cierto. Pero en 1974 publiqué un libro en que la citaba y decía que había nacido en Rusia.

La llamé por teléfono para leerle el pasaje como prueba de que sí hablaba de ella algunas veces y me interrumpió inmediatamente con gritos histéricos. Le dije consternado:

—¿Qué pasa?

—Ahora todo el mundo sabrá los años que tengo —me respondió entre sollozos.

—¿Y qué? —le dije—. ¿Te van a descalificar por eso en el concurso de Miss América?

No sirvió de nada. No pude calmarla, y así es como nos hemos llevado mi hermana y yo la mayoría de las veces. Marcia no es su nombre original. Tenía un precioso nombre ruso que no se me permite usar. Eligió ella misma Marcia más tarde y es así como tengo que llamarla. No nos llevábamos muy bien cuando éramos niños. Esto no resulta sorprendente. ¿Por qué deberíamos haberlo hecho? Nuestras personalidades eran completamente diferentes, y si hubiésemos sido seres independientes jamás nos habríamos elegido el uno al otro como amigos. Y ahí estábamos, juntos y siempre enfadados.

Casi todo lo que uno hacía provocaba resentimiento en el otro. Una discusión pronto se convertía en una pelea a gritos, y después en llantos feroces. Las cosas podrían haber ido mejor si hubiésemos tenido unos padres que, por separado, nos hubieran escuchado con paciencia a cada uno, mientras explicábamos los graves crímenes y ofensas del otro, y después nos hubieran dado la razón de manera justa. Por desgracia, nuestros padres no tenían tiempo para eso.

Mi madre subía corriendo las escaleras desde la tienda y pronunciaba su advertencia: «Dejen de pelear». Y después lanzaba una discurso iracundo, en la que decía que éramos los únicos niños del vecindario, más bien de todo el mundo, que se peleaban de manera tan escandalosa, y que los demás niños eran pura dulzura y alegría. También decía que los clientes y vecinos de hasta dos manzanas alrededor nos oían y venían a la tienda a enterarse de lo que sucedía, lo que le causaba una gran vergüenza. Si no oímos ese discurso cien veces, no lo oímos ninguna. Pero no nos afectaba lo más mínimo, sobre todo porque sabíamos que otros hermanos tampoco se llevaban mejor que nosotros.

Algo gracioso, Marcia recuerda que yo le enseñé a amar a Gilbert y Sullivan[1] y que tenía amigos del mundo de la ciencia ficción que eran interesantes y divertidos, pero no recuerda que nos peleáramos constantemente. Describe una relación idílica entre los dos, y he descubierto que esto le ocurre también a otras personas que comparten recuerdos conmigo. Vacían de contenido la memoria, construyen un cuento de hadas que nunca existió e insisten en que así es como ocurrió. A lo mejor resulta más agradable crearnos nuestro propio pasado, pero yo no puedo hacerlo. Recuerdo demasiado bien las cosas, aunque no niego que mi propio pasado sea del todo inmune a la reconstrucción.

Cuando escribí mi autobiografía y consulté mi diario, estaba asombrado de las cosas que había olvidado así como de las que recordaba de forma inexacta. Sin embargo, todos eran detalles poco importantes. Marcia era una niña inteligente. La enseñé a leer (en cierto modo en contra de su voluntad) antes de que fuera a la escuela, iba adelantada y, como yo, terminó el bachillerato con quince años. Entonces, para su desgracia, el machismo judaico hizo su aparición. Mi padre era pobre, pero de un modo u otro se las arregló para mandar a sus dos hijos a la universidad, aunque ni se le pasó por la imaginación hacerlo con la pobre Marcia. Después de todo, las chicas estaban hechas para casarse. Por tanto, a los quince años, Marcia tuvo que buscar trabajo. Era demasiado joven para casarse y, en realidad, también lo era para trabajar, al menos para hacerlo legalmente. Supongo que debió de mentir sobre su edad. De todas maneras, consiguió un puesto de secretaria y lo hizo muy bien.

No se casó hasta los treinta y tres años. Como hermano, incapaz de ver sus virtudes, no me extraña. Recuerdo que cuando me preparaba para casarme, trece años antes, alguna mujer (obviamente de la antigua escuela) manifestó su sorpresa:

—Los hermanos —dijo— no deberían casarse antes que la hermana.

Puede que esta fuera una costumbre aceptable en la Europa del Este, cuando los matrimonios se acordaban y cualquier chica podía estar casada (y generalmente lo estaba) antes de los veinte, siempre y cuando su dote fuera adecuada. Pero ¿aquí?, ¿en América?

—Si espero a que mi hermana se case —respondí— me moriré soltero.

Sin embargo, estaba equivocado. Un hombre de treinta y siete años, Nicholas Repanes, que era pausado, tranquilo y amable se sintió atraído por ella. Se casaron, tuvieron dos hijos preciosos y fueron felices durante treinta y cuatro años, hasta que Nicholas murió el 16 de febrero de 1989 a la edad de setenta y un años. Janet y yo fuimos para visitar su capilla ardiente (Nicholas llevaba las gafas puestas). Yo se lo debía por haber sido tan buen marido para Marcia.

Dicho sea de paso, Marcia mide sólo 1,52 metros, sonríe a menudo y es una persona realmente generosa. Lamento que no nos lleváramos mejor.


[1] Asimov siempre sintió fascinación por toda la epítome de Gilbert y Sullivan. De hecho, entre su amplia bibliografía, se encuentra el libro «Asimov’s Annotated Gilbert and Sullivan», donde analiza el contexto histórico y múltiples curiosidades de toda las operetas de dichos escritores. Son un conjunto de operas que marcaron un género artístico llamado «Ópera del Savoy», comedia y sátira es lo que caracteriza a cada un de las operetas, y «Savoy» es el nombre que se le asignó pues fue el lugar donde se interpretaron: El teatro Savoy. El mismo empresario encargado de construir el famos teatro Savoy fue el que construyó el hotel Savoy. Un hotel del que ya hablé en este otro artículo.


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