
Se llamaba Anna Rachel Berman. Su padre fue Isaac Berman, quien murió cuando ella era joven. En su honor me pusieron su nombre.
Mi madre tenía el aspecto de una típica campesina rusa y medía poco más de un metro y medio; sabía leer y escribir ruso y yiddish. Y aquí tengo una queja contra mis padres: Hablaban ruso entre ellos cuando querían discutir algo sin que lo captaran mis agudos oídos. Si hubiesen sacrificado esta necesidad trivial y me hubieran hablado en ruso, lo habría absorbido como una esponja y sabría una segunda lengua universal.
Pero no lo hicieron. Supongo que el argumento de mi padre era que quería que aprendiera inglés y que este fuera mi idioma materno. Así, libre de las complicaciones de otro idioma, me podría convertir en un verdadero norteamericano. Pues bien, lo hice, y dado que considero al inglés la lengua más preciosa del mundo[1], a lo mejor todo fue para bien.
Aparte de saber leer y escribir y poseer suficientes conocimientos de aritmética para trabajar de cajera en la tienda de su madre, mi progenitora no tenía estudios. Las mujeres judías ortodoxas simplemente no estudiaban. No sabía hebreo ni tenía conocimientos que no estuvieran relacionados con la religión.
Sin embargo, he oído sus despectivos comentarios sobre la escritura en ruso de mi padre, y seguramente tenía razón. La experiencia me ha enseñado que la letra de las mujeres, por alguna razón, es más atractiva y más legible que la de los hombres. La de mi hermana, por ejemplo, hace que la mía parezca indescifrable y poco diestra. Ergo, no me sorprendería que mi madre escribiera el ruso con más elegancia que mi padre.
La labor de mi madre en la vida se puede definir con una sola palabra: «Trabajo». En Rusia había sido la mayor de muchos hermanos y tenía que ocuparse de ellos además de trabajar en la tienda de su madre. En Estados Unidos tuvo que educar a tres hijos y trabajar sin descanso en la nueva tienda. Se daba cuenta de las limitaciones de su vida, de su falta de libertad. A menudo se hundía en la auto compasión, y aunque no la puedo culpar por ello, frecuentemente se desahogaba conmigo. Y puesto que resaltaba que yo era parte de la culpa que tenía que soportar, me hacía sentir en lo profundo, responsable.
Una vida tan dura hizo que tuviera un genio muy vivo y la mayoría de las veces yo pagaba los platos rotos. No niego que le diera motivos, pero me golpeaba con frecuencia y no con suavidad. Esto no quiere decir que no me quisiera con locura, porque me adoraba. Sin embargo, me hubiese gustado que lo demostrara de otra manera. Nunca tuvo la menor oportunidad de ser una buena cocinera. Tenía que preparar las comidas con rapidez, sobre la marcha, y atender la tienda, así que durante toda mi juventud (hasta que me casé) comí alimentos fritos de todo tipo, entre los que de vez en cuando aparecía algún pedazo de buey o de pollo cocido con patatas. No éramos muy aficionados a las verduras, pero sí al pan.
Pero no me quejo. Me encantaba todo lo que ella nos daba. Sin embargo, creo que la cocina de mi madre me inició en un modo de alimentación que me condujo a padecer problemas con las arterias al final de mi madurez. Por otro lado, su cocina habituó mi sistema digestivo a trabajar duro, así que desarrollé un estómago que lo digería todo. Sin embargo, mi madre era hábil en algunas especialidades: rábanos rallados con cebollas y huevos duros, que eran deliciosos pero que se repetían durante una semana y obligaban a los demás a respetar la intimidad de quien los comía. Preparaba también pies de ternera en gelatina, con cebolla y huevos duros, y quién sabe cuántas cosas más. Ese plato se llama pchah[2] y preferiría esto al paraíso.

Incluso después de casarme, de vez en cuando mi madre me daba un gran cuenco lleno de pchah, para llevar a casa. Es un gusto que se adquiere, y para mí, el día en que mi ex mujer, Gertrude, lo adquirió, fue un día triste. El suministro se redujo de inmediato a la mitad. Recuerdo con tristeza la última vez que mi madre lo preparó.
Mi actual mujer, Janet, la más adorable del mundo, buscó con esmero recetas y, de vez en cuando, me prepara pchah, incluso en la actualidad. Es muy bueno, pero no tanto como el de mi madre.
[1] Y es demostrado a través de sus libros. Asimov escribió un compendio en el que estudiaba toda la bibliografía e historia de Shakespeare, así como también se nota su profundo conocimiento de la etimología en distintas obras, las cuales ya mencionaré en su momento.
[2] Es la aproximación al platillo judío, cuya correcta escritura es «Ptcha». El miedo a ser reconocidos como judíos, así como también el holocausto. Ha hecho que dicho platillo esté en extinción y que sólo muy pocas personas sepan prepararlo acorde a la receta original. Algo que sin duda puede cambiar con el internet y el intercambio de culturas que el mismo proporciona.
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