El nacimiento de los premios Hugo y la ciencia ficción.

Por favor, permitan ustedes que presente este libro a mi manera. Con esto quiero decir que empezaré presentándome a mí mismo: Yo soy Isaac Asimov y soy un veterano. No se trata, entiéndanlo bien, de que yo sea realmente viejo (ja, ja). Todo lo contrario. De hecho soy bastante joven, con solo eeeenta y eees años, y aún parezco más joven.

Digo que soy un veterano solo porque empecé a leer ciencia ficción en 1929. Es decir, sólo tres años después de que Hugo Gernsback inaugurara lo que todos los Auténticos Creyentes conocen como la Era de la Ciencia Ficción.

Gernsback era un luxemburgués que llegó a los Estados Unidos en 1904. Fascinado por el nuevo campo de la electrónica, se aventuró en el campo editorial y sacó una revista dedicada a la nueva ciencia. Incapaz de seguir el ritmo lento de los acontecimientos, probó a escribir ciencia ficción con el fin de prever el desarrollo futuro de la electrónica y de la ciencia en general.

Sin embargo, su propia creación no le bastaba, así que en 1926 inicia la publicación de una revista titulada Amazing Stories, la primera en el mundo dedicada, exclusivamente, a los relatos de ciencia ficción.

En los años que siguieron, un grupo de notables jovencitos se juntaron alrededor de la revista, y de algunas otras similares (Wonder Stories, Astounding Stories) que surgieron tras el éxito de Amazing. Este grupo lo formaban los primeros fans de la ciencia ficción.

El típico fan de ciencia ficción era un adolescente, o un chico más joven aún, que veneraba la ciencia casi tanto como sus padres veneraban el béisbol. Soñaba con naves cohete y con nuevas maravillas electrónicas igual que los otros soñaban con grandes jugadas de béisbol. Y mientras sus compañeros disparaban vigorosamente a los ladrones de ganado, él desintegraba a los pérfidos monstruos de Ganímedes.

En resumen, entre ellos estaba yo.

Al comienzo, nosotros (yo y ellos) teníamos muy poca compañía en nuestros sueños especializados. Ya pueden imaginarse las risas que provocábamos cuando la gente sensata y práctica descubría que estábamos leyendo demenciales historias acerca de bombas atómicas, televisión, proyectiles dirigidos y cohetes a la Luna. Todo esto, eran evidentes chifladuras que nunca podrían ocurrir, como es natural.

Así que acallábamos nuestras chifladuras  y vivíamos cada mes a la espera de los días en que un nuevo ejemplar de nuestras revistas debía aparecer a la venta. Aquellos días rondábamos los quioscos como almas en pena, y cuando por fin la llamativa cubierta de un nuevo ejemplar surgía ante nosotros, difundiendo por el aire una descarga eléctrica, entregábamos nuestro cuarto de dólar y la cogíamos con tembloroso placer. (Es muy fácil duplicar esta sensación cuando uno ya es adulto. Cualquiera al que se le haya muerto un tío rico dejándole un millón de dólares libres de impuestos conocerá perfectamente esta sensación).

Nuestra felicidad llegaba a cotas más altas cuando efectuábamos el asombroso descubrimiento (como solía ocurrir) de que en alguna parte existía otra persona que se interesaba por la ciencia ficción. Fíjense bien: uno siempre podía saber que en alguna parte, en otras ciudades, había personas así. Después de todo, los fans escribían sin fatiga a las diversas revistas, comentando los relatos, criticando el contenido científico, exigiendo publicaciones semanales, maldiciendo los puntos de vista de los demás…, y la revista imprimía todas las cartas en un tipo microscopio, con joviales comentarios del director.

Pero encontrar otro fan en nuestra propia ciudad, ¡o incluso en nuestro barrio!

Aquello era amor a primera vista. Era la estrecha unión de un interés común no compartido por los filisteos. El siguiente paso era una decidida búsqueda para hallar otros cofrades, y la fundación de un club. En las reuniones semanales se trataban temas del día: ¿Adoptaría Astounding los bordes guillotinados?, ¿Sería el último serial de E.E. Smith igual que su inmortal Skylark of Space?

Los clubes crecieron y se hicieron más activos. Se crearon ligas entre ciudades de esos clubes. Y así, en 1939, se alcanzó el inevitable clímax: la decisión de realizar una Convención Mundial de la Ciencia Ficción.

Se celebró en Nueva York. Doscientos ansiosos adolescentes acudieron a ella, algunos incluso de California. Los directores de revistas que asistieron se asombraron ante aquel ardor y entusiasmo. El huésped de honor fue Frank R. Paul, el ilustrador que había convertido las portadas de las revistas de Gernsback en brillantes sueños de extraña maquinaria y horribles monstruos extraterrestres.

Yo también estaba allí, todo un fan veterano y ahora escritor, con tres relatos publicados en mi haber. Esto hacía de mí una celebridad, lo cual me encantaba. Firmé autógrafos con altivez, suavizada por un leve toque de amable condescendencia.

El éxito de aquella gran reunión fue enorme. Asistimos a la proyección de Metrópolis, la antigua película alemana de ciencia ficción. Los fans estrecharon la mano de los directores de revistas y escritores que, para su asombro, no tenía tres metros de alto, sino bastante menos. Escuchamos conferencias sobre ciencia ficción, y podíamos hablar (y hablamos) sobre ciencia ficción y solo de ciencia ficción con cualquiera que se nos pusiera delante. Por un corto y dorado día vivimos en un pequeño mundo en el que la ciencia ficción era lo único que tenía realmente interés.

Supongo que el cielo debe de ser una pálida imitación de aquel día. Lo único que había que hacer era repetir: En 1940, en Chicago, se celebró la segunda convención, en 1941, en Denver, tuvo lugar la tercera.

Entonces hubo una pausa llamada segunda guerra mundial. Los solitarios adolescentes de los años treinta que al fin se habían encontrado estaban ahora en el ejército, y os pocos que por una u otra razón se habían quedado en casa iniciaron campañas para enviarles revistas de ciencia ficción. (Las fotos de chicas buenas y las cartas de casa no están mal en cierto modo, pero nuestros chicos en las trincheras necesitaban sus propias revistas para mantener la moral).

En 1946, reinstaurada la paz y con la bomba atómica derramando un horrible resplandor de racionalidad sobre nuestra locura, se reiniciaron las convenciones, que no han dejado de celebrarse desde entonces.

La cuarta convención se celebró en Los Ángeles, y otras han ido desde tan lejos como Toronto hacia el norte. La quinceava convención cruzó el océano y se celebró en Londres. En 1952, al menos un millar de aficionados y profesionales asistieron a la décima, que se celebró en Chicago (como en la segunda).

Cada convención ha sido notable y digna de estimación, pero la de 1955 resulta particularmente memorable por dos motivos.

Se celebró en Cleveland y fue la treceava convención. Los fans de la zona de Cleveland se encontraron con la tarea de tener que seleccionar un huésped de honor al que no le importara la mala suerte que suele imputarse al número trece.

Se necesitaba a alguien que fuera particularmente cuerdo y racional; algún caballero conocido por su valor y osadía. Naturalmente también tenía que ser listo, además de orador brillante, y sobre todo tenía que ser terriblemente apuesto.

Todo esto reducía drásticamente el campo de posibilidades. De hecho, tan solo un candidato cumplía con todos los requisitos, así que acepté con mi habitual gracia y encanto.

Conmigo como huésped de honor, la treceava convención quedaba predestinada obviamente a la inmortalidad, aunque los fans organizadores no se durmieron sobre los laureles.

Hasta la treceava convención, los fans habían otorgado sus votos ocasionalmente a las novelas, novelas cortas, cuentos, dibujantes, revistas de aficionados, etc. Los resultados se anunciaban entre grandes muestras de alegría. En la onceava convención se entregaron pequeñas maquetas de una nave especial a los vencedores; esto, sin embargo, no se repitió, y en la doceava convención no se otorgaron premio de este tipo.

Pues bien, la treceava convención decidió convertir el premio de la nave espacial en permanente. El señor Ben Jason de Cleveland diseñó la nueva estatuilla, clásica en su sencillez, que al instante fue bautizada como el premio Hugo, en honor del inmortal Gernsback. Para 1958, el nombre ya se había convertido en oficial.

Dejemos que los filisteos tengan sus Oscar y sus Emmy. Nosotros teníamos el Hugo.

Los Hugo se han otorgado en cada convención desde aquella que marcó una época y que fue la treceava. Se han entregado con disciplina en siete ocasiones.

Contemplé cómo se entregaban los Hugo de la treceava convención sonriendo suavemente desde mi sitio en el centro de la mesa presidencial. Al año siguiente, vi cómo se entregaban otros, de nuevo desde un asiento en la mesa presidencial: un lugar que me había ganado al ser uno de los conferenciantes del acto.

Tanto en la 17ª convención como en la 18ª, fui el maestro de ceremonias, y entregué los Hugo con mis propias manos.

Pero cuando se celebró la 19ª convención, una cierta sospecha irritante se había insinuado en las profundidades de mi corazón. Pensé a conciencia en ello y comprobé las estadísticas. Finalmente creció y se hizo más firme en mí la convicción de que una situación peculiar, y poco normal, se estaba produciendo en el mundo de la ciencia ficción.

Cuál era esta situación es algo que puedo decir con sencillez. A pesar de que se habían entregado montañas de Hugos a toda clase de personajes insignificantes, ninguno de ellos (¡ninguno!) se me había entregado a mí.

Durante meses estuve meditando las posibilidades de una venganza, como había hecho cualquier muchacho norteamericano con sangre en las venas. Descarté complicadas tramas en las que se barajaban cartas envenenadas, misteriosas e indetectables toxinas sudamericanas, trampas con bombas de plástico, y estaba agotando ya mi imaginación, cuando se presentó la oportunidad perfecta.

Se hizo la sugerencia de que alguien podría recopilar las novelas cortas y cuentos ganadores del Hugo para formar con todos ellos una antología. Al menos un relato, a veces dos, han recibido el premio en cada ocasión en que se entregaron los Hugo, excepto en la 11ª y en la 15ª. En total, nueve relatos distintos, vencedores en seis ocasiones distintas. Así, los lectores se encontrarían con una selección excepcional, realizada por los votos.

La persona capaz de realizar semejante libro debería ser, naturalmente, alguien que no hubiese recibido el Hugo, para que pudiera efectuar su labor con la adecuada imparcialidad. Al mismo tiempo tendría que ser alguien notable, cuerdo y racional, valiente y osado, listo y brillante y, sobretodo, terriblemente apuesto.

De todo esto se informó al señor Timothy Seldes, de la editorial Doubleday, quien estuvo de acuerdo y aprobó todos los requisitos.

De nuevo, las rígidas exigencias para el puesto parecían limitar las posibilidades a un único individuo, y yo acepté con esa encantadora modestia que tan bien me sienta.

Así que aquí tengo mi venganza. Si todos esos niños sabios, que aquí se incluyen como autores, no se hubieran mostrado tan ansiosos por atrapar los Hugo, sino que modestamente se hubieran reservado, como yo hice, podrían haber realizado esta antología.

Espero que hayan aprendido la lección.

De cualquier forma, aquí estoy, y aquí están los ganadores del Hugo.

─Isaac Asimov, 1962.

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Una traducción que hice de una serie de antologías que en lo personal me encanta, sobre todo por el contexto histórico y modestia que maneja el autor como introducción.

Isaac Asimov es y seguirá siendo uno de mis mayores referentes de la literatura. He leído poco más de doscientos de sus libros y todavía no lo termino, así como todavía no termino de aprender… ¡Un grande!

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