De cuando me enseñaste a perdonar…

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No eran tan tarde, el reloj todavía no había hecho nacer el alba.
Es gracioso como todavía haya quién menosprecie el valor de la palabra, aún si la misma nace en esta época de electrón y baudio.
Tú y yo hablábamos con el brillo del LCD en nuestras caras, pero con la ingente distancia que siempre separa a los que alguna vez fueron amantes.
Con la propia distancia que el silicio marcó en nuestra generación.
Tus reclamos esa noche eran para aquella que en aquél entonces era mi acompañante.
¿Yo qué podía decir?, ser reservado ante la crítica nunca lo consideré un acto de cobardes.
Callar nunca lo vi como un certificado de otorgar la razón
Nunca supe si se acabó primero mi paciencia o tus palabras al ras del rencor.
Un rencor que nunca debió existir cuando el hoy de nuestro ayer dimanaba de lo que tú quisiste.
Pasaron las horas y más que vestir de hombre me vestí de reclamo.
Tú me dijiste que todo había sido mi culpa, que todo había sido mi error.
Me juzgaste de manera dura, de manera injusta.
Y antes de siquiera juzgarte de prevaricación, te quité la venda inherente que siempre cargan en los ojos los que tienen el valor de cargar la balanza en las manos.
Y no es por presumir de haber pisado con mi verbo sobre tus sienes, pero me diste la razón.
No por condescendencia, sino por realmente tenerla.
Dios en el cielo con la boca abierta por haber tenido la razón ante una mujer.
Una razón que nunca quise tener, ¿de qué le sirve la razón a un corazón roto?
¿De qué le sirve la razón a quién no buscaba tenerla?

Podría jurar que en ese momento el LCD no hizo brillar tanto tus ojos.
Puedo asegurarte que en ese momento tampoco brillaron los míos.
Hubo un silencio, no sólo en nuestros teclados, también en nuestras cabezas.
Pasó un minuto a los que cualquier hora le tendría envidia.
Una vez que murieron los minutos recibí tu mensaje en la pantalla.
Lo leí, pero con la misma incredulidad de alguien a quién le avisan que ha muerto su madre.
Con la misma incredulidad de aquella persona que no acepta que la vida tiene su final.

«Perdón por todo, perdón por haberte lastimado».

No conozco cazador que alguna vez haya llorado mientras se comía a la presa.
Como tampoco conocí barco que haya recorrido más nudos que los que recorrió mi garganta en ese momento.
Me quedé sin palabras y el brillo volvió a mis ojos.
No el brillo de quién se siente vivo, sino el brillo que hace el sol cuando acaricia los ríos mares y lagos.
De esos ríos salinos que nacen para desembocar en la comisura de los labios.

Volvió a nacer el silencio.
Y antes de siquiera decir algo, yo mismo me di cuenta de algo.
Bien pudiste haber pedido perdón de mil formas diferentes.
Pero yo tuve que aceptar que en este juego yo había perdido mil a uno.
Porque existen miles de formas de pedir perdón, pero sólo una de perdonar.

Y antes de siquiera decir algo tuve que aceptar que no dice más lo que digo que lo que guardo.
No podía dejar más callo en el corazón aquello que callo.
Te dije que no había deudas que saldar, te dije que no había más que reclamar.

Hoy camino tranquilo, pero siempre quedará Dios como testigo.
Que lloró más aquél que fue perdonado, que quién tuvo que perdonar.

Me enseñaste a perdonar y eso vale más que lo que hoy valen mis palabras.
Y es cierto aquello de que «la palabra mata».
Pero, cuando se escribe o habla con el alma…  Siempre nos enaltece.

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