Recuerdo que un día estábamos acostados en el pasto y hablaba contigo de las palabras, lo recuerdo porque hoy mi profesor favorito de biorreactores me preguntó cuántas palabras hay en el español y yo dije: «No sé, ¿unos dos millones?», no importaba, el profesor me comentó que de nada servía hacer mis monumentos de texto si al final siempre los arruinaba con mis malas palabras. Pero, ¿qué es una mala palabra?
Recuerdo bien que me preguntabas cuál era mi palabra favorita, te dije que yo no tenía palabras favoritas, a todas las quiero por igual, te mencioné que «recalcitrante», «ataraxia» y «desasosiego» me hacían sentir algo especial cuando las escribía. Tal vez también debí mencionarte que todas eran favoritas cuando las leía de las cartas que me escribías.
Tú me dijiste que una de las que te gustaba mucho, era la más sencilla… «Ser».
¿Ser?, ¿Por qué te gusta «ser»?, ser es tan pequeña, tan insignificante.
Dijiste: «Ser, por eso mismo, ser es pequeña, lacónica, es como un breve y rápido latigazo, un golpe de existencia».
Escucharte me hacía sentir especial, porque todo lo que salía de tu boca cuando estabas conmigo era pura poesía, me hacías amar más no sólo a ti, sino a las palabras que hoy en día sólo uso como veneno.
Luego me hablaste sobre tu ensayo de la Celestina de Fernando de Rojas, me platicabas sobre lo mucho que te emocionaba hablar sobre el «amor impervio» y su única aparición en toda la literatura de habla hispana, nunca te entendí hasta que me prestaste el libro y pude darme cuenta de que amor impervio era lo que yo estaba destinado a vivir contigo, eras mi Celestina, yo tu Pármeno, tu estudiante.
Seguíamos acostados en el pasto y sin darnos cuenta jugábamos a alcanzar el cielo con nuestras manos, siempre quedábamos igual de lejos.
Recuerdo que cuando subía mi mano para intentar seguir alcanzando el cielo pensaba más palabras y frases de libros que siempre dije odiar pero que siempre recordaba. «Enarbolaba mis manos al cielo», pensaba.
Tú sólo me veías, con esa mirada cálida pero que también tenía el frío de una persona inteligente, yo seguía mirando tus ojos color noche a través de tus anteojos, yo sólo pensaba que no quería que se hiciera de noche porque entonces tenías que regresarte a tu casa porque tu papá te regañaba.
Seguía mirando e intentando arañar el cielo, viendo nubes y dándome cuenta que no tenía la capacidad para darles forma, nunca pude ser tan creativo.
Cuando menos me di cuenta acaeció la noche, te miré a los ojos y ya no estaban allí, fue allí donde me di cuenta que tus ojos y el cielo de noche era la misma cosa, nunca tuve que haber buscado el cielo arriba cuando siempre lo tuve a mi lado.
Me senté y me preguntaba de nuevo cuál era mi palabra favorita, y llegué a la conclusión de que también es «ser», es un golpe, un latigazo rápido de existencia.
Ayer fuimos, hoy no somos nada.
Sí, ser era mi palabra favorita, pero sólo cuando la vestías tú, cuando el tiempo imperfecto de ser, eras, de ser tú.
Me gustaba ser cuando el tiempo imperfecto era éramos, cuando vivíamos juntos en el mismo verbo.
Te fuiste y ser pasó a seríamos, pero que hoy es ser, así sin más, solitario.
No sólo te llevaste mi palabra favorita en los labios, también te llevaste mis cielos.
Y hoy, al igual que Calisto en la Celestina, sólo me hice víctima de mi propio amor impervio.
─¿Cuáles dos millones de palabras Efraín?, usted no usa más de 200 palabras para comunicarse, ¿Sí entendió cómo va a calcular el tiempo de sostenimiento en el biorreactor?
─Sí.