Primer acto: Los malaventurados no lloran la muerte.
Y de la nada, retiemble en sus centros la tierra, llueven piedras, se abre el suelo, niños mueren, perros quedan atrapados entre los escombros, y en un abrir y cerrar de ojos, te das cuenta que tu vida no valía nada, que tu efímera y miserable existencia llegó a su fin porque te cayó en la cabeza un espectacular de coca-cola o algo más cliché, algo más digno de una película apocalíptica de Hollywood.
Mientras mueres lentamente te imaginas al cabrón que te observa desde el otro lado de la pantalla, quejándose desde la comodidad de su hogar. El mismo cabrón que sólo sabe refunfuñar y rumiar sobre lo malo que es vivir en esta tierra, lo malo que es ser mexicano.
Pero está bien, ¿por qué deprimirse?, total, morir es más fácil que estar vivo. La muerte natural ─tan natural como morir aplastado por una piedra─ es un regalo, uno de esos presentes que sólo otorga la naturaleza, porque Dios no hace nada, Dios sólo es otro espectador indiferente más. Dios nunca te va a regalar el camino fácil de matarte, claro que no, a él le gusta ver que batalles, que llores, que haya sangre en tu saliva. Te enojas con Dios, piensas: «Cuando llegue al cielo le voy a cantar un tiro, le voy a poner la chinga de su vida», claro, si es que realmente llegas.
¿Por qué habrías de sentirte mal por el hecho de estar muriendo?, ¿por qué habría de deprimirte la indiferencia del «prójimo»?, total, todos somos iguales. De hecho, tú eres igual, tú también sólo estarías observando, sólo estarías quejándote de Dios, del clima, de absolutamente todas las cosas que no encajan con lo que se supone tú tomas por «bueno», si lo piensas a fondo, tal vez hasta te hayas merecido que le haya caído una roca a tu gato, o que tu bebé haya inhalado kilos y kilos de tierra, ¿quién sabe?, ¿quién define con exactitud algo tan ambiguo como la palabra «merecer»?
Sólo se alarga tu agonía, pero cada vez duele menos, cada vez cuesta más respirar, cada vez cuesta más recordar las cosas por las que vale la pena vivir, es allí donde también te das cuenta que es una mentira el hecho de que ves pasar toda tu vida en un segundo, tú no ves nada, sólo ves oscuridad, se te está acabando el aire, y mientras eso sucede de la nada sonríes. Recordaste que tras morir ya no vas a tener que pagarle nada al puto de Coppel, el plan del celular ni la pantalla de 70 pulgadas que sacaste en abonos en Liverpool, derrotaste al sistema.
Y es allí donde la magia sucede, donde vuelve a nacer la seudo esperanza. Alguien quita las cosas que te estaban aplastando la cabeza y que todavía no te habían terminado de matar, ¿quién es esa persona?, ¿es Dios?, no, es sólo un perro rescatista y su amo, un perro que parece que viene saliendo de una convención de anime.
El perro ladra y una persona corre en tu ayuda, te sacan y te suben a una camilla. Todos están felices por lo que han logrado, tú sólo miras con miedo, algo consternado, lloras, no por seguir viviendo, sino porque acabas de recordar que vas a tener que pagar esa pantalla que ahora está destruida, vuelves a ser la puta del sistema capitalista. Al final del día te das cuenta que la vida está demasiado sobrevalorada, piensas: «Puto perro rescatista, por eso me gustan más los gatos».